sábado, 20 de octubre de 2012

Testigo de cargo

AHÍ TE QUIERO VER

En “La Nación-revista” del 22 de julio pasado luce a fs. 64 (como dicen en Tribunales) un artículo de Alina Diaconú cuyo título es un anticipo de todo lo que aquí se va a decir: “El mundo está loco, loco, loco”. Sólo que en el artículo la expresión tiene un acento humorístico y en esta notícula goza de la más estricta literalidad.
  
En efecto, la señorita Diaconú informa —entre otras  cosas parecidas— que “un muchacho veinteañero de Buenos Aires se enamoró de un delfín hembra a tal punto que, según lo confesó por TV, quería casarse con ella”.
  
¡Ahí os quería ver, esforzados defensores de la teoría de los géneros, de la sexualidad que cada cual edifica a su gusto, del hombre como página en blanco que cada uno llena en pleno ejercicio de una libertad que no reconoce límites!
  
¿Cómo le diréis al veinteañero porteño que eso no se puede hacer? ¿Cómo le negaréis el derecho “humano” de casarse con una delfina o con un congrio, si tal cosa le apeteciera? Volviendo a lo que digo arriba, es cuestión  de eliminar todo lo que de gracioso —digamos— tiene el  asunto y comprender todo lo que de pacato y fascista tiene la actual aplicación de la teoría de los géneros. ¿Por qué limitar la libertad al casamiento con alguien del mismo género? ¿Dónde quedan los zoófilos, los fetichistas y tantos otros “especialistas” de la sexualidad? ¿Por qué es más un señor que ama a los ingenieros agrónomos —como decía el ínclito Jardiel Poncela— que uno enamorado de las medias de seda o las ovejas Shetland? Claro que para discutir en serio estos temas hay que estar —como el mundo— loco, loco, loco.
  
Hay otra cosa que yo me pregunto en estos casos. Supongamos que la cultura moderna se impone en todo el mundo y todos los países que en él conviven decretan la legalidad de los matrimonios entre cualesquiera, con la única exigencia de ser dos. Nada más.
  
Ello implicaría el triunfo del progresismo, religión de cuyo credo el primer artículo es la sacralización del “cambio” y la condena implícita de la inmovilidad. El cambio es vida —nos dicen— y sólo lo que está muerto  permanece. Pero supongamos que desde hace dos siglos rige el matrimonio para todos (y todas). Nos encontramos en un problema. ¿Y si aparece un loco que sostiene que lo moderno es el casamiento entre un hombre y una mujer cuyo fin principal es tener y educar hijos? Un revolucionario feroz que se propone trastrocar el orden “natural” creado por las leyes? ¿Qué haremos o mejor, qué harán nuestros pobres descendientes teniendo que defender el matrimonio para todos (y todas) como progresistas y al mismo tiempo el statu quo como conservadores?
  
Lo que queremos decir es que es difícil —por no decir imposible— imaginar una posición más progresista que  el matrimonio entre dos hombres, dos mujeres o dos animalitos (uno de ellos animal racional, digamos). De allí en adelante el único cambio es el retroceso. Pero no se puede, en estricta doctrina progresista.

HISTORIA PARA IGNORANTES

Puesto que en la Historia hay un elemento de interpretación, siempre existe la posibilidad de una historia oficial y de un revisionismo. Esta verdad evidente, sin embargo, ha sido hoy en día tironeada, estirada y deformada de tal manera que el pasado termina por ser, como la sexualidad humana, una página en blanco en la que se puede inscribir literalmente cualquier cosa.
  
Así surgen los “relatos” que terminan por ser pura invención de los “historiadores” que los escriben por encargo.
  
Si, los hechos históricos pueden interpretarse de más de una manera pero la interpretación tiene un límite fuerte como una pared de acero. Ese límite son los hechos, los duros e insoslayables hechos. Cualquiera puede hacer cualquier interpretación —de Grosso chico a Pigna— pero esa interpretación podrá siempre juzgarse a la luz de los hechos que pretende explicar. En definitiva, lo que el historiador diga sobre una época o un episodio histórico valdrá lo que valga su capacidad de integrar en su discurso todos los hechos importantes de  la época o el episodio.
  
El deleznable relato actual de la historia argentina  en la década del setenta queda así juzgado —en cuanto se accede a él— porque omite el hecho principal, en una historia globalizada: la guerra revolucionaria desatada por el marxismo-leninismo a partir de 1917.
  
No implica esto el describirla como una simple “conspiración”. La realidad es más compleja pues incluye un factor conspirativo (una central que dirige las acciones clandestinamente) representado por el Estado cubano y un espontaneísmo típico de la etapa 1945/91 que en otras latitudes dio fenómenos como el trotskismo, el maoísmo, el senderismo, etc.
  
En otras palabras, sería un error pintar lo que los militares llamaron la “subversión” como una simple empresa conspirativa dirigida desde Moscú, pero es también mentira omitir en su descripción ese complejo fenómeno de la guerra revolucionaria.
  
Hay en el siglo XX otro hecho que ha sido sometido a la brutal acometida del pensamiento único: la guerra civil española. En América, las fuerzas armadas un día salieron a perseguir jóvenes idealistas para ahogar los movimientos populares liberadores que se perfilaban entonces. En España los militares, con la decisiva ayuda de las naciones fascistas, salieron a liquidar una república ejemplar que estaba cumpliendo un vasto programa de reformas.
  
¿Se citan hechos para justificar estas interpretaciones? Por cierto. Los historiadores “progresistas” tienen una mochila llena de hechos que parecen justificarlas. Pero aceptarlas conlleva, al mismo tiempo, omitir otros hechos monumentales que quedan sin explicar. Ya hemos mencionado, en el caso argentino, la guerra revolucionaria.
  
Para el caso español, en el diario “El País” (edición  argentina) del 17 de julio pasado, tenemos un artículo, firmado por un “historiador” que se llama Ángel Viñas y cuyo título es todo un programa: “Una sublevación militar con ayuda fascista”.
  
Ya está. En una línea y seis palabras queda descripta toda la guerra civil. ¿Y cuál es la prueba, cuáles son los hechos en que se apoya esta interpretación? Unos contratos para la provisión de material bélico que un grupo de monárquicos españoles firmó con Mussolini el 1° de julio de 1936. (Contratos, añadiremos, perfectamente conocidos desde hace décadas). ¿Está claro? Nada —dice Viñas— de peligro revolucionario, de “impedir que España cayera en los abismos del comunismo”, lo cual es un camelo “que todavía algunos de los prohombres (de la derecha) continúan creyendo”.
  
Historia para ignorantes, por no decir necios. Para tragarse la versión de don Ángel hay que omitir una biblioteca entera de libros serios y documentados, hay que ignorar a Bolloten y a de la Cierva, para no mencionar a Pío Moa.
  
Los rojos dicen que el Partido Comunista era, antes de  la guerra, muy pequeño y débil como para pensar en tomar el poder. Pero omiten agregar que el socialismo extremista era indiscernible del comunismo. (Su jefe, Largo Caballero, era conocido como “el Lenín español”).
  
El peligro comunista, en su versión anárquica o en la “ortodoxa” era un “camelo”, pero  los españoles lo probaron en octubre de 1934 y lo vieron volver a levantarse en febrero/julio de 1936. En ese “camelo” creían también los socialistas moderados y los anarquistas que se sublevaron con Casado a principios de 1939. Esos son algunos de los hechos como paredes que caen sobre interpretaciones como las de Viñas y las aplastan sin remedio.

UNO MÁS DE VARGAS

Acaba de publicarse en Buenos Aires (Prisa, mayo de 2012) un nuevo libro (esta vez, un ensayo) de Mario Vargas Llosa (“La civilización del espectáculo”) que merece un análisis detenido.
  
¿Se trata de un libro importante? No me parece. ¿Original? Tampoco. ¿Agudo? No tanto. ¿Interesante? Ese adjetivo calificativo me gusta más.
  
Creo que es de algún interés analizar lo que dice el autor sobre temas muy trillados en nuestra agónica época. Vargas Llosa forma, con Savater y Eco, el trío más mentado de escritores de izquierda cultural y de derecha político-económica. Son gente plenamente solidaria con las formas básicas del progresismo pero que —al contrario de otros muchos— rompieron, hace años, con el establishment prosoviético y procubano.
  
Su izquierdismo cultural no les impide descolgarse con análisis críticos como el de este libro, pero en su momento veremos cuáles son los límites de su crítica.
  
Desde la primera página el autor descubre llanamente su propósito: demostrar que “la cultura, en el sentido que tradicionalmente se ha dado a este vocablo, está en nuestros días a punto de desaparecer. Y acaso haya desaparecido ya, vaciada de su contenido y éste reemplazado por otro, que desnaturaliza el que tuvo”.
  
Para probar su aserto, comienza Vargas por exponer lo que algunos ensayistas han opinado sobre el tema que le preocupa. Son autores muy diversos y hasta contradictorios: como T. S. Elliot y Gilles Lipovetsky. Y su pensamiento no clarifica el de Vargas. Más bien lo hace confuso: parece querer probar demasiadas cosas. La primera queja es también poco clara. Se refiere al término “cultura” que en el pasado definía todo lo que tiene una sociedad de “cultivo”, de cuidadosa elaboración de las razones para vivir (le vengan “de adentro” o por revelación). Desde el siglo XX la palabra ha tomado otro significado y viene a designar el conjunto de lo que el hombre hace, desde un oficio con sus resultados hasta una plegaria con sus implicancias.
  
Este nuevo sentido de la palabra proviene de dividir el mundo real en  cultura y naturaleza, entendiendo por lo primero “todo lo que el hombre hace” y por lo segundo “todo lo que el hombre encuentra hecho”.
  
Pero Vargas no entiende esto y cree que el cambio de sentido de la palabra es consecuencia de una decadencia. Lo grave  es que la decadencia (si hablamos de Occidente) existe, pero por causas que el autor no quiere examinar.
  
Así, cuando termina de exponer el pensamiento del grupo de escritores reclutados, Vargas emprende una descripción a veces interesante, del modo en que una civilización pervierte su legado cuando es atacada por  el morbo de la modernidad que es, ante todo, hybris, exageración y locura. (Véase la primera notícula de esta edición). Describir la banalización de la política, de la información y del sexo no es muy novedoso y corre el riesgo de convertirse en una banalización de la crítica. Lo importante es entender las causas y sugerir remedios. Sobre esto muy poco (o nada) hay en el libro de Vargas.

RELIGIÓN Y CULTURA

El libro de Vargas tiene algo diferente de los innumerables ensayos que sobre la cultura se han escrito partiendo de un punto de vista progresista. Y es un curioso reconocimiento del papel de lo religioso en la vida social. No sólo eso sino una valorización de la religión en la actualidad. Pero este discurso termina por sonar a falso cuando se contrapone con las posiciones del autor sobre la democracia liberal.
  
Porque Vargas postula la necesidad de lo religioso, pero en el marco de las instituciones democráticas, una convivencia pacífica en la que las Iglesias aceptan el orden secular sin protestar. Aunque no lo dice, podría poner el ejemplo de los Estados Unidos donde una Iglesia católica numerosa convive con un Estado democrático y liberal.
  
Pero ¿son así las cosas?  La mitología en que se apoya Vargas dice que el Estado democrático es neutral en materia de ideas y que en él cabe todo lo que se abra paso a través del sistema institucional de decisión y se convierta en ley, decreto o decisión ejecutiva. Esa ficción se mantuvo durante dos siglos (el XIX y el XX) mientras la Iglesia conservaba un poder temporal apreciable.
  
Ya desde fines del XX las cosas han comenzado a clarificarse.  El iluminismo progresista no es una ideología “hueca” que se limita a postular la libertad.  Es un sistema de pensamiento de base pseudorreligiosa que se define como un culto del hombre y su obra, un sistema radicalmente incompatible con el cristianismo y toda religión… religiosa (es decir, que se base en la existencia de Dios).
  
La versión izquierdista o comunista de esa nueva religión ha aprovechado cuanta oportunidad le dieran los hechos para perseguir con saña feroz al cristianismo (México, España, la U.R.S.S., etc.).
  
Pero la versión liberal no es menos agresiva aunque usa métodos más sutiles. Hace un tiempo postulé en esta misma sección una periodización del siglo XX que denotaría este hecho.
  
Primero: Etapa 1900-1945. La religión progresista unida enfrenta a las últimas potencias enemigas “externas” (por así llamarlas), los fascismos.
  
Segundo: Etapa 1945-1991. Las dos versiones del iluminismo se enfrentan en la guerra fría y la guerra revolucionaria. Triunfa el ala liberal con el derrumbe de la Unión Soviética.
  
Tercero: Etapa 1991 ¿a 2035? El argumento de esta etapa no son los “socialismos del siglo XXI”, necia imitación del fracaso soviético, sino la guerra cultural en la que el progresismo intentará sustituir al cristianismo.
  
Vargas Llosa dice una cosa curiosa. Reconoce que “la trascendencia es una necesidad o urgencia vital de la que (el hombre)  no puede desprenderse sin caer en la anomia o la desesperación”, pero también afirma que “no cree que la fe religiosa sea el único sustento posible para que el conocimiento no se vuelva errático o autodestructivo”, y por ello fue posible que “una moral y una filosofía laicas cumplieron, desde los siglos XVIII y XIX, la función (de las religiones) para un amplio sector del mundo occidental”.
  
¿Advertirá Vargas lo que implican sus palabras? ¿No se da cuenta de que “la civilización del espectáculo y la banalización de la cultura” son consecuencias directas de esa sustitución de lo religioso por la (lamentable) religión progresista? Por lo visto, cree que pueden coexistir las dos cosmovisiones, la del hombre que se hace Dios y la del Dios que se hizo hombre. No pueden.
  
El progresismo retomó su antiguo nombre (aquel con que nació en el XVIII) y se prepara a dar la batalla final contra la fe. Las perspectivas naturales son cien contra uno a favor de la religión del Hombre.  La Iglesia está a oscuras, llena del humo de Satanás. Por suerte, la última palabra la tiene Dios.

IDEALES DE LA JUVENTUD

En el “Clarín” del 29 de julio leemos un reportaje a un psicoanalista de apellido Rodulfo con un título prometedor: “Hoy los padres merecen más elogios que críticas por su estilo de crianza”. ¿A ver? Empezamos bien, con un párrafo de un psicólogo norteamericano que es el mentor de Rodulfo. Allí se dice que “todo ser humano, desde el principio de su vida necesita… no vivir en un mundo donde se le permita todo”. No es lo que se llama novedoso, pero es justo.
  
Seguimos. Luego Rodulfo afirma que “hay que elogiar a los padres que desde hace medio siglo hacen un gran esfuerzo por cambiar pautas de crianza y adaptarse a (las) transformaciones que ocurren… en las sociedades occidentales de hoy”, y califica todo eso como “un gran experimento de crianza más democrática y pluralista”. Espléndido. Ahora el periodista pregunta qué ejemplos de esa revolución puede dar. Y he aquí, literal, la respuesta de este genial psicoanalista: “Ha desaparecido la persecución para que los chicos no se masturben; ha caído el prestigio idealizado de la virginidad de las chicas, está crecientemente aceptado que un hijo puede ser gay, los adolescentes ahora tienen la posibilidad de tener su iniciación sexual en su propia casa”.
  
¡Aleluya! Ahora vemos la luz, y gracias a ella las metas hacia las que se mueve la sociedad.  Ahora entendemos el carácter de avanzada de La Cámpora y la ruta que señaló el sacrificio de uno de sus dirigentes en aquel oscuro placard de hotel.
  
Derechos humanos, sí señor, también para la juventud y derechos humanos que, curiosamente, tienen todos su sede en la mitad inferior del cuerpo. Masturbación, promiscuidad, mariconería y desverguenza. ¡Esas son las consignas del mundo futuro! Y nosotros que creíamos, con Claudel, que la juventud estaba hecha para el heroísmo y no para el placer. ¡Qué antigüedad! Por suerte están los Rodulfos que saben guiarnos tan bien hacia el “brave new World” que nos espera a la vuelta de cualquier esquina.
  
Algo más hay que decir. Los consejos implícitos que el psico brinda caerán en no más de un cinco por ciento de terreno fértil: los padres frecuentadores de Villa Freud. El noventa y cinco por ciento restante los interpretará lisa y llanamente como un viva la pepa y dejarán que sus hijos hagan, a partir de la adolescencia, lo que se les dé la gana.
  
El consejo “científico” de Rodulfo coincidirá con la lamentable tendencia de muchos padres actuales a no enfrentarse con un problema —sus hijos— que los excede. Luego, cuando les llegue el primer problema derivado de su falta de conducción compensarán su inacción anterior sobreactuando y —por ejemplo— golpeando a un profesor, víctima así de esta carambola a tres bandas en la que el psicólogo aconseja mal, el padre interpreta peor y el profesor paga el pato.

CIEN MILLONES DE DESAPARECIDOS

En “Clarín” del 9 de agosto pasado hay una enésima columna de crítica al gobierno, firmada esta vez por Eduardo Aulicino.
  
Hay que decir que el trabajo de los escribas del diario magnético se ha vuelto fácil. La pandilla cristinista produce tal cantidad de idioteces y canalladas por día que la tarea de denunciarlos es el equivalente de pescar en un balde.
  
Pero conviene recordar quiénes son los críticos para poner las cosas en su justo lugar. Ni ideológicamente ni éticamente “Clarín” es muy superior al gobierno al que ataca día a día, página a página.
  
Esta vez el tema es lo que dijo la Presidente en una de sus conocidas incursiones por la cadena oficial de radio y televisión. Con ese delicioso acento entre coloquial y chabacano, Cristina calificó de “medio xenófobos” a los europeos.
  
Bueno, no todos pero sí los que comparten “tendencias históricas medio feítas del tiempo de la inquisición y después lo que pasó en el siglo pasado…” Así, con esa vaguedad que apenas disimula su monumental ignorancia.
  
Aulicino le saltó encima como un tigre que se aferra al lomo de su presa o quizás como el gato que se zampa un ratón de un solo bocado. Y precisó: “la Inquisición o el nazismo fueron maquinarias extremas (del) mecanismo represivo”. Hable con propiedad, señora. Con estas cosas no se puede jugar. Represión es lo que hacen los malos, es decir la Iglesia, los nazis, los militares.
  
De modo que conviene siempre enumerarlos con la mayor extensión posible. Nada de “lo que pasó en el siglo XX”. A ver si a algún loco se le ocurre desempolvar “El libro negro del comunismo” y hablar de los cien millones de asesinados por la izquierda comunista. ¡Se acuerda de aquel famoso reportaje a Videla por televisión en el cual dijo que los desaparecidos “no están, no son” pretendiendo con santa ingenuidad hacer que se desvanecieran en la nada siete u ocho mil personas. Perdón, digo treinta mil.
  
Bueno, NO SE PUEDE. Entre los muertos hay también categorías. Los que mata la izquierda se pueden olvidar y dejar de mencionar hasta llegar a un punto en el cual efectivamente se habrán disuelto en la nada.
  
Los que mata la derecha, en cambio, son parte esencial del “relato” y son por tanto imprescriptibles, inolvidables e inoxidables. Puede que a Usted, amigo lector, no le guste, pero así son las cosas en esta modernidad tardía que nos toca vivir.

LA VOZ DE LA HISTORIA

En España, hace un tiempo el Partido Socialista, entonces en el poder, hizo aprobar una ley de “Matrimonio Igualitario” que autoriza el casamiento de dos seres humanos (por ahora: ver la primera notícula) sin preguntar si son esto o lo otro. O lo de más allá.
  
Hace unos meses, un grupo de diputados del Partido Popular presentó un recurso de inconstitucionalidad contra la ley indicada. Ahora, en “El País” del 23 de mayo pasado, se publica una carta de una tal Boti García Rodrigo que se identifica como presidente de una Federación Estatal (con esta palabra se elude identificarla como española) de lesbianas, gais (sic), transexuales y bisexuales.
  
La carta tiene el propósito de protestar contra el citado recurso y lo hace con los trillados argumentos que oímos aquí en ocasión de la aprobación  de una ley como la española. Pero lo interesante y novedoso de la carta de Ña Boti es la exaltada y reiterada apelación a la Historia en que basa primordialmente su posición.
  
“La sola posibilidad de una involución en derechos (humanos) coloca a España nuevamente al borde de salirse del camino irreversible de la Historia”. Y luego: “Señor Rajoy: escuche la voz de la sociedad, escuche la voz de la Historia. En Derechos Humanos no caben los recortes”.
  
Conmovedor acento. Esta buena señora es devota de la historia como hace una generación sus connacionales lo eran de Nuestra Señora de la Almudena. Pero aquellas, quizás de almas simples, tenían a sus espaldas una coherente doctrina de medios y de fines.
  
Éstas, por el contrario, de almas complicadas, se fundan en una confusa ideología en plena crisis, hecha de saldos y retazos de filosofías en retirada. De una de ellas —el marxismo— extrae Madame Boti su conmovedora fe en la Historia. Sus exclamaciones tienen la misma raigambre que aquel grito de Fidel en los comienzos de su carrera: “La Historia me absolverá”.
  
Porque la historia, colada en las ollas de la ideología, ha pasado de ser una sabia matrona que enseñaba a vivir inspirada en el pasado que era su materia prima, a presentarse como una histérica damisela que enseña sus pechos y una Revolución que está en un futuro que no es de su competencia.
  
El tiempo ha pasado y todas las certezas que esta ideologizada historia postulaba como tales se han disuelto como azúcar en el agua. Lástima que la pobre Boti sea tan crédula. De “caminos irreversibles de la Historia” estamos hasta la coronilla. Pregúntele a su amigo Fidel si la Historia lo absolvió o si, por el contrario, lo dejó mansamente a un costado del camino. Y aplíquese el cuento.

LO QUE HAY

Incansablemente, corriendo el riesgo de aburrir a mis lectores, insisto en clarificar la naturaleza del marxismo. Don Carlos de Treveris nunca predicó que había que hacer una revolución para mejorar la condición del  proletariado. Dijo algo por completo distinto: dijo que, de acuerdo a las leyes de la Historia habría necesariamente una Revolución que enfrentaría a la burguesía y el proletariado y que abriría paso a una sociedad sin clases.
  
Nada de una tarea a realizar, tarea que puede salir bien o mal y nadie se sonroja por ello. Se trataba de hechos que inexorablemente sucederían y para explicar los cuales él, Carlos Marx, se había pelado los fundillos en las bibliotecas de Londres.
De tal manera, el hundimiento de la Unión Soviética no es simplemente el fracaso de una clase dirigente, los revolucionarios profesionales, sino la demostración inapelable del monumental error de Marx, de la necedad de sus leyes de la Historia y todo lo que deriva de ellas.
  
De pronto, entonces, una multitud de convencidos del marxismo se encontraron pataleando en el aire, rebeldes sin causa, revolucionarios  sin revolución. ¡Qué hicieron? Miraron a su alrededor en busca de una causa y una revolución en la que pudieran encontrar cauce para sus inquietudes.
  
¿Y qué encontraron? Una serie de causas novedosas que circulaban con baja intensidad por las sociedades occidentales. Por ejemplo, la reivindicación de los homosexuales. No era cosa que antes —en la era revolucionaria— les gustara demasiado. En materia sexual eran, entonces, medio puritanos. ¡Qué le vamos a hacer!, se dijeron. Es lo que hay. Y tiene la ventaja de disgustar profundamente a los cristianos conservadores.
  
Claro que los proletarios eran más y tenían un glamour que los maricones nunca tendrán. Pero estos últimos son más vistosos. Y un desfile del orgullo homosexual es mil veces más divertido que una asamblea de pobres, los cuáles (reconozcámoslo) no tienen mucho gusto para vestirse.
  
Estas reflexiones se me ocurrieron cuando leí —en la revista “Noticias” del 14 de julio pasado— un artículo con fotos sobre la gloriosa batalla que libró la señorita Macarena Kunkel para conquistar dos objetivos en el Colegio Carlos Pellegrini, a saber un bar más barato que el actual y una fotocopiadora idem. La señorita Kunkel —de muy buena presencia— es hija del conocido funcionario ex montonero que todo el mundo identifica como uno de los más conspicuos redactores del “relato” cristinista.
  
Se ve que padre e hija han hecho una evolución como la que he mostrado más arriba. Kunkel cuando era montonero soñaba con la patria socialista. Después del diluvio miró a su alrededor y vio… a los Kirchner. Es lo que hay, se dijo y se enganchó.
  
La hija Macarena ya entró a militar tras la crisis. Pero seguro que se entusiasmaba con metas más sólidas que un bar y una fotocopiadora. Pero también entró en la resignación. Más vale pancho en mano que revolución volando. Es lo que hay.
  

Aníbal D’Ángelo Rodríguez
  

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