lunes, 12 de diciembre de 2011

Actualidad

LA VERDAD Y EL NÚMERO
   
   
“No sigáis la muchedumbre para obrar mal”
(San Atanasio)
   
Si es verdad que la partidocracia es funesta para la vida patria, no lo es menos el hecho de que cada elección suele abrigar en algunos la esperanza de que, en un rapto de cordura, nuestros coetáneos, reemplacen a  estos rufianes que ni queremos apellidar, obligándolos a iniciar el camino del destierro y la deshonra. La Patria no se salvará con ello, pero sería merecido verlos derrotados. No obstante, ya se vio en las pasadas primarias que estas expectativas de cordura popular son vanas.
   
No interesan aquí las causas del colectivo dislate, ni explicar por qué, padeciendo el piélago de iniquidades que ya demandan compendio, la masa electora decidió y decide tan enajenadamente. Que otros se ocupen de esos poco atractivos ejercicios. Aquí queremos dejar una reflexión caritativa, para salirle al paso a la desazón y la bronca, que son malas compañeras. Y a ese efecto traemos a un hombre magno, santo, cuyo ejemplo esplende y se resuelve en esperanza.
  
San Atanasio, tal nuestro hombre, fue Obispo de Alejandría en el siglo IV y adalid de la fe en tiempos de los arrianos, la primera gran herejía que azotó a la Iglesia. Arrio, a la sazón sacerdote, sostenía la sola naturaleza humana del Señor, negando que fuera la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.  Un hombre especial, solamente eso, apenas el Jesús histórico, como repiten los neoarrianos de todas las épocas.
  
Perito en el Concilio de Nicea, que anatematizó la herejía arriana, y vigoroso defensor del Credo allí enunciado, Atanasio vivió su ministerio episcopal entre persecuciones, destierros y amenazas de muerte. Se lo intentó persuadir y confundir, y el propio Constantino quiso convencerle del provecho de contemporizar, de homologarse, de dialogar.
  
Sin embargo, no dimitió nuestro santo, ni cedió un ápice de la ortodoxia.  Por el contrario, sostuvo contra Arrio la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, no con ánimo de debate teológico, sino para la salvación de las almas a él encomendadas.
   
Pero Arrio sumaba voluntades como un energúmeno. Como se dice hoy, en un lenguaje pródigo en pseudologismos, la herejía se “visibilizaba”, se “empoderaba”. Se hacía número. Cuenta Belloc que la tempestad arriana avasallaba con todo pues durante seis décadas se expandió en el ejército y entre los intelectuales aburguesados, acumuló las voluntades de no pocos obispos y no fue ajena a los estamentos del poder partidocrático hasta llegar, finalmente, al pueblo llano.
 
En suma, la herejía se hizo política y hasta teológicamente correcta. Llegó a ser tan popular que si se hacían las primarias, ganaba Arrio. “¿No seremos nosotros quienes pifiamos?”, se preguntaban las buenas gentes, vacilando.  “¿Acaso no será la mayoría quien tiene la razón? ¿No será mejor rendirse al número?”
   
Fue entonces cuando, desde la Cátedra, como el Obispo que era, Atanasio predicó su grandiosa homilía sobre la Verdad y el número.
    
Allí lo primero que enseña, para nuestro solaz, es que no hace falta una elección para verlos derrotados porque “no tener otro recurso sino el gran número, recurrir a él como a una muralla contra todos los ataques, y como a una respuesta para todas las dificultades, es reconocer la debilidad de su causa, es convenir en la imposibilidad en que se está de defenderse, es, en una palabra, reconocerse vencido”. Están perdidos de antemano.
     
“En cuanto a vosotros —dice San Atanasio a la canalla de todos los tiempos— ¿cuál es ese gran número del que os jactáis? Qué decir de los individuos vencidos, seducidos y ganados por las caricias, los presentes, de los individuos enceguecidos y arrastrados por su incapacidad e ignorancia, de los individuos que, unos por timidez y otros por temor, sucumbieron ante vuestras amenazas y vuestro crédito, de los individuos que prefieren un placer de un momento, aunque pecando, a la vida eterna”.
     
No importan entonces las demagógicas prebendas, las amenazas o los politiqueros vericuetos. Llegará el día en que, incluso el gran número que han saturado, se les volverá en contra. Y esa será sólo la primera de sus indemnizaciones.
   
Pero, prosigamos con San Atanasio, que profiere palabras recias que requieren atención.
  
“No creáis, sin embargo, que desprecio el gran número; no, lo respeto, y sé los miramientos que hay que tener con él: pero es ese gran número que da prueba y hace ver la verdad de lo que afirma, y no ese gran número que evita y teme la discusión y el examen; no ese gran número que parece siempre dispuesto al asalto y que ataca con orgullo, sino ese gran número que reprende con bondad; no ese gran número que triunfa y se complace en la novedad, sino ese gran número que conserva la heredad que sus Padres le han legado y está apegado a ella”.
   
Sin embargo…, dice el Santo, y nos exhorta a mirar con atención ese otro gran número, esa multitud, acaso más exigua, que no nos está permitido desconocer. Porque es cierto que la primera trinchera es cada uno, y que ese es el entrevero inicial, pero el Buen Combate continúa y se dilata con el mirar en derredor, atenta y piadosamente, sabiendo reconocer en otros la vida auténtica. Nada es más ajeno al cristiano que el chillido sartreano de “el infierno son los otros”.
   
Si es verdad que debemos ser indiferentes al número y su inventario ramplón de vida muelle y mistonga, lo es también el deber de descubrir que en esta exánime Argentina hay una reserva moral y espiritual, una cultura viva, una tradición que sostener. ¿Acaso no era éste el doble propósito de Lugones cuando pregonaba perentorio el tener “ojos mejores para ver la patria”? Mirar mejor, distinguir mejor, y solazarse en lo descubierto.
    
Porque aquí y acullá, en todos los patrios rincones, hay argentinos dolidos y amenazados por el avance del número. Argentinos piadosos, cultos, sencillos. Argentinos que laboran en paz y que se consuelan en el seno familiar. Argentinos que contemplan y forman a otros merced al rebalse de la verdad contemplada. Argentinos que anhelan la paz verdadera y combaten por ella. Argentinos que saben que el mal progresa, pero que se reconfortan en la esperanza de la Segunda Venida del Sumo Bien. Argentinos como nuestros hijos y tantos jóvenes que tenemos la gracia de contribuir a formar y que constituyen parte de ese mejor y alegre mirar que hemos de exigirnos.
   
Esto merece recitarse más que enunciarse, pero, puesto que se nos niega el estro, que lo diga por nosotros el poeta:
     
Sin embargo, Señor,
yo conozco a mi gente
Caminé de la patria
sus senderos estrechos.
Sé que hay labriegos nobles,
jornaleros hidalgos,
Claustros carmelitanos
con tablones por lechos.
      
Sé de tantos hogares
que bendicen la mesa,
De un cuartel donde al alba
aún se rezan maitines.
De un aula presidida
por tu Madre y la nuestra,
De un convento con frailes
de marciales trajines.
           
Sé de ignotas mesnadas
viviendo ecuestremente,
De sabios ignorados,
con andar errabundo.
De tantos perseguidos
por predicar verdades,
Testigos insumisos,
locura para el mundo.
          
Esos son nuestros mejores ojos y no la mirada furibunda, angustiada, ensimismada. El mirar atento pero alegre, correctivo pero caritativo, firme pero humilde. Restaurar nuestra mirada en ese “sin embargo, Señor”, tal el desafío de esta hora.
    
Sebastián Sánchez
  

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