miércoles, 23 de febrero de 2011

Un hombre del 23-F

FELIZ CUMPLEAÑOS,
DON FERNANDO
     
     
Fue muy pesado el viaje. El vetusto autobús, lleno hasta los topes, con viajeros en los transportines del pasillo e incluso dos, en la baca, avanzaba fatigosamente por las rectas asfaltadas de la carretera, entre naranjales y palmeras. Varias veces tuvo que parar, para facilitar el paso de convoyes militares que iban aen dirección a Valencia; camiones cargados de tropa, motocicletas de enlace, tanquetas ligeras, afluían desde otros frentes, para frenar la ofensiva nacional. En dos ocasiones nos sobresaltó el tristemente conocido ruido de los aviones en vuelo; pero eran escuadrillas republicanas, en ruta hacia Manises. En Benisa se quedó bastante gente; con lo que la última parte del trayecto la hicimos a una velocidad más discreta, aunque llegamos a Alicante cerca de las doce de la noche.
     
Ni que decir tiene que apenas dormí. El barco salía a las siete de la mañana, y hora y media antes estábamos en el puerto, nerviosos, sin apenas hablarnos, mirando con ansiedad la cubierta del Iguazú, motonave con pabellón argentino, que parecía dormir sobre las aguas, mansas y tranquilas. Iban llegando grupos de personas, todas con el mismo gesto de inquietud y de impaciencia, de esperanza y de angustia al tiempo. Pronto, una larga cola llegaba desde el comienzo de los muelles hasta la comandancia de carabineros. Lorente se había ido allí para entregar una carta de su amigo, el capitán Torregrosa. El día comenzaba a clarear y los primeros destellos rojos del sol anunciaban el amanecer en un horizonte donde el azul fuerte del mar se juntaba con el más suave, más blanquecino, de un cielo nítido e impoluto.
     
Doscientas, quizás trecientas personas estábamos allí congregadas y, sin embargo, apenas se escuchaban más que susurros, palabras en baja voz, bisbiseos. A medida que nos acercábamos a la comandancia, una extraña sensación de miedo se iba apoderando de nosotros; mamá se agarró fuerte del brazo de nuestro padre, y Pepita, del mío. Estábamos a punto de entrar, cuando llegaron de dentro unas voces y, a poco, dos carabineros salieron llevando a empellones a un muchacho joven, esposado, que les insultaba a gritos; hasta que le dieron un culatazo en el vientre y se cruvó contra el suelo y a rastras lo acercaron hasta una furgoneta, donde le echaron como un fardo.
     
Por fin nos llegó el turno. Rutinariamente, el carabinero comprobó las fotografías, selló los pasaportes y saltó jubilosa en nuestros oídos la palabra mágica:
     
— Pasen…     
                                

En la aduana estaba Lorente. Las maletas las registraron a conciencia; pero buen cuidado habíamos tenido de no llevar nada comprometedor. Cargados con ellas, fuimos hasta la valla tendida a lo largo del espigón.
     
— Aquí os dejo. Buen viaje.     
                                           

Nos abrazamos a Lorente con infinito cariño; especialmente, mi padre, que le tuvo mucho rato apretado contra su pecho. Atravesamos la divisoria y en seguida estuvimos a bordo. Íbamos los cuatro en el mismo camarote; dejamos de cualquier manera el equipaje y volvimos a cubierta. Lorente seguía en el muelle, con la gorra puesta, las manos en los bolsillos, subidas las solapas de la chaqueta, pues se dejaba sentir una brisa fresca. A poco, subieron los últimos pasajeros, y después, dos marineros, que alzaron la pasarela. El Iguazú hizo sonar una sirena afónica y comenzó a alejarse del puerto.
     
Lorente levantó la gorra en alto y así estuvo mucho tiempo, hasta convertirse en un punto distante, apenas reconocible.
     
La cubierta estaba llena de un pasaje variado y, en muchos casos, extraño. Abundaban los extranjeros, herméticos, imperturbables, tranquilos; se advertía pronto que su salida había estado limpia de zozobras. Por el contrario, las varias docenas de españoles, reunidos en grupos familiares, excepto unos pocos que viajaban solos, todavía no nos recobrábamos de la angustia y de la inquietud padecidas. Nos mirábamos los unos a los otros, queriendo adivinar la historia particular de cada cual, quizá los respectivos dramas, que ahora tenían un final feliz. Y seguíamos callados o hablando muy quedo, como temerosos todavía de algo.
     
El silencio se hizo glacial cuando vimos acercarse a nuestro barco un guardacostas, con la bandera republicana izada en popa y dos pequeños cañones enfilados hacia nosotros. Llegó hasta unos doscientos metros —tendría que decirlo en millas, pero no lo sé—; desde la cubierta, unos oficiales miraban con sus prismáticos. Seguía el Iguazú su marcha, y al cabo de unos minutos el buque de guerra viró, alejándose en dirección al puerto. Sopló una bocanada de aire; quizá fueran tantos suspiros de tranquilidad expelidos al tiempo.
     
Un sol brillante se había asegurado ya allá arriba. Me senté en una hamaca y dejé que me acariciase. Con los ojos cerrados, una especie de película pasó por mi cabeza y recordé aquellos dos años casi justos que dejaba atrás. Veía, como en su momento vi, las iglesias incendiadas; los milicianos, imponiendo su feroz tiranía; a don Ramón Lobraqués, camino del martirio; Néstor, acosado y escondido; mi padre, encarcelado; la portera refocilándose en el detalle de los crímenes; el puerto, bombardeado; aquella puta muerta; la tienda, incautada; abuela Carmen muriendo de dolor; más bombardeos, más muertos en los brazos de Luis Querol; la dieta de lentejas y conejo; las sucias caricias de Concha, la del quiosco; la madre de Pedro Mayquez, rezando ante su fosa, ajena a los trimotores; Boil, torturado en la checa…
     
Pero también veía a don Domingo, un comunista honesto que no dudó en hacer favores a sus adversarios políticos; y al tío Pepe Puig, con sus ideas tan firmes como su integridad; y a Lorente, ejemplar en sus fidelidades; y a don Darío, que decía ser “de los nuestros” y a mí me avergonzaba; y a Urrutia, el delator; y a Lisardo, el malvado; y a la espléndida Vicky, tan injustamente menospreciada en casa; y a don Manuel y a doña Elena y a los profesores de la academia, que cumplían cada uno de ellos lo que creían su deber, bajo el pretexto de las clases; y a los intelectuales evacuados, sólo pensando en sus cosas. Y veía a mis compañeros de la panda, que habían crecido conmigo, y conmigo perdieron la adolescencia y el candor y la ingenuidad y hasta la ilusión porque, como dijo Luis Querol, juntos habíamos envejecido antes de tiempo.
     
No sé cuánto rato anduve metido en estos pensamientos. Me sacó de ellos una voz con acento argentino que se escuchó a través de los amplificadores.
     
— Soy el comandante del barco: Oscar Rubén Gianetto, a su disposición. Bien venidos a bordo. Tengo el gusto de comunicarles que acabamos de dejar las aguas jurisdiccionales españolas…
     
Entonces reventó la contenida emoción, el temor sostenido y un inmenso griterío conmovió la cubierta. Ante la displicente mirada de los pasajeros extranjeros, los españoles saltamos, vitoreamos, nos abrazamos, dimos rienda suelta a una alegría frenética, casi salvaje. Al cabo de unos minutos los nervios se relajaron y volvió la calma; pero una calma feliz, comunicativa y gratificante.
     
Mi padre nos agarró a Pepita y a mí por la cintura.
     
— Deberíamos echarnos un poco, ¿no os parece?
     
— Yo no tengo ningún sueño —dijo mi hermana.
     
— Aunque así sea, nos conviene a todos descansar. O sea que al camarote… —ordenó.
     
Apenas llegamos a él, mi madre se dio un palmetazo en la frente.
     
— ¡Pero qué cabeza la mía! Claro, con tantas emociones… ¿No os habéis dado cuenta qué día es hoy?
     
Los demás pusimos cara de circunstancias.
     
— ¡Tu cumpleaños, hijo!
     
— ¡Es verdad! —recordó mi padre—. ¡Felicidades, Eduardo!…
     
Me besó en la frente, mientras mamá decía:
     
— ¡Quince años ya!
     
— ¡Quince años! —confirmó papá.
     
Entonces recordé mis cercanos pensamientos y tuve que comentar:
     
— ¿Quince años? Yo diría que muchos más. Los chicos de la guerra no tenemos edad…     
     

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Este fragmento —final— de “Zona roja”, “la novela de los adolescentes que se hicieron hombres durante la guerra civil”, novela de la cual el autor nos indica que “nada de lo que así se narra es fruto de mi imaginación ni mucho menos se encuentra pretendidamente manipulado” quiere ser un recuerdo cariñoso y emocionado de Don Fernando Vizcaíno Casas, hoy que —precisamente— es el día de su cumpleaños. Como ya don Fernando no tiene edad, no hay velitas para soplar.
     
Pero por Usted, una oración y un abrazo imaginario a la distancia, querido hombre del 23-F.
     

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