domingo, 10 de octubre de 2010

Sermones del tiempo de Pentecostés

VIGÉSIMO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


Había un funcionario real, cuyo hijo estaba enfermo en Cafarnaúm. Por este regulus debemos entender, conforme a la expresión griega, un oficial o funcionario real, cumpliendo en Cafarnaúm un alto cargo en nombre del rey Herodes Antipas.

¿Qué es lo que llevó a este funcionario hacia Jesús? Sin duda, como todo el mundo, había escuchado hablar de los testimonios y de la predicación de San Juan Bautista, así como sobre los milagros de Jesús, el profeta de Nazaret.

Pero, como casi todas las personas de su condición, era, sino escéptico, al menos sumamente indiferente.

Sin embargo, los designios de la Providencia son admirables. Dios se sirve aquí, para atraer a este oficial a la salvación, de un gran dolor familiar.

Una fiebre maligna, rebelde al esfuerzo de la medicina, ataca a su amado hijo. Al borde de los recursos, se entera precisamente que Jesús de Nazaret, de quien le han contado tantas maravillas, ha regresado a Galilea y está en Caná, no muy lejos de Cafarnaúm.

Sin ninguna vacilación, el amor por su hijo le hace superar todo sentimiento de orgullo y de respeto humano, y va al encuentro de Jesús, pidiéndole que descienda y venga a curar a su hijo, que comienza a morir.

Admiremos, por una parte, el afecto y la preocupación de este padre por su hijo, que le hace superar todos sus prejuicios y tomar esa resolución; y, por otra parte, la utilidad maravillosa y providencial de las pruebas y de las enfermedades; puesto que, sin la enfermedad de su hijo, este oficial probablemente nunca hubiese ido hacia Jesús e incluso hubiese permanecido a lo largo de su vida en la indiferencia, lejos de la salvación.

Dios, infinitamente bueno e infinitamente sabio, se sirve de mil medios para llamar a los pecadores y a los indiferentes para que despierten de su letargo; les envía todo tipo de males y calamidades, en su persona o en la de sus hijos, o en sus bienes, para convertirlos.

Algunos se aprovechan de estos beneficios, se humillan y retornan a Dios.

Pero, ¡cuántos, en lugar de hacer penitencia y arrepentirse, se dejan vencer por la impaciencia, la murmuración, la blasfemia!…

Incluso, no pocos recurren a prácticas condenables, supersticiosas, para escapar de sus males o para curar de sus enfermedades.

¡Insensatos! Se entregan al demonio y atraen sobre ellos la ira de Dios.

En cambio, admiremos a esos santos personajes, tales como Job y Tobías, que han aceptado las adversidades y las enfermedades enviadas por Dios…

Dios es Señor soberano, y nada sucede sin su mandato o permiso. Él solo regula todo con una infinita sabiduría, con un poder que nada resiste y con una bondad más que paternal.

Por lo tanto, cuando nos pone a prueba por las enfermedades o las aflicciones, siempre tiene objetivos llenos de prudencia y de benevolencia.

La enfermedad del hijo de este oficial fue una dura prueba; pero ella constituyó una fuente de gracias para él y para su casa, una ocasión para la salvación de toda la familia.


Podemos preguntarnos: ¿por qué Dios nos envía enfermedades y aflicciones?

1. Para ejercer su soberano dominio y hacernos sentir que es el dueño de nuestra salud y de nuestra vida.

2. Para ejercer su justicia y castigar nuestros pecados.

3. Por bondad y misericordia; como remedio, para quitarnos la oportunidad y los medios de pecar: nos desprende de los engañosos placeres del mundo y nos hace adquirir méritos para el cielo.

4. Por amor por nosotros; nos hace más conformes con su Divino Hijo crucificado, y nos hace merecer y ganar una corona hermosa en el Cielo.


¡Si comprendiésemos esto!... ¡Con qué agradecimiento recibiríamos y aceptaríamos la Cruz y las enfermedades!


¿Cómo debemos recibir las aflicciones y los padecimientos?

Es necesario recibirlos cristianamente, es decir, conformándonos a las intenciones de Dios, para su mayor gloria y para la salvación de nuestra alma.

1. Honremos su soberano dominio, sometiéndonos generosamente a lo que Él quiera.

2. Honremos su justicia, que castiga en esta vida nuestros pecados; debemos aplacarla por un corazón contrito y humilde, por una sincera conversión, por la aceptación humilde y piadosa de la prueba.

3. Honremos su providencia y sometámonos a su conducta, aunque nos parezca a veces inexplicable y rigurosa.

A veces pensamos que si tuviésemos salud y bienes materiales, serviríamos mejor al Señor. Pero Dios ve mejor y más lejos que nosotros; dejémoslo hacer: la salud podría llevarnos al pecado, al infierno; mientras que de la enfermedad nos santifica y nos lleva al Cielo.


¿Cómo respondió Nuestro Señor al pedido de este oficial? Entonces Jesús le dijo: “Si no veis señales y prodigios, no creéis.”

Tal vez esta respuesta nos sorprenda por su dureza y aparente falta de razón, puesto que, al pedir la curación de su hijo, el oficial manifestaba tener fe en el poder taumatúrgico de Jesús.

Sin embargo, la fe de este hombre era débil y, sobre todo, muy imperfecta.

En efecto, sólo por haber escuchado que Jesús realizaba cosas maravillosas y sorprendentes había recurrido a Él para pedirle que viniese a su casa para curar a su hijo.

Pero no había reconocido aún la razón y el origen de esa facultad milagrosa de Nuestro Señor.

Además, pensaba que Jesús no podría operar una curación si no era presentándose delante del propio paciente para imponerle las manos. No creía que su poder se extiende a todo lugar y que, por lo tanto, es Dios, omnipresente y omnipotente.

Esa es la razón por la cual el Salvador lanza un reproche que parece duro, pero que suaviza al dirigirlo no directamente a este padre afligido, sino a todos los presentes: “Si no veis señales y prodigios, no creéis”…

Esta reprimenda cayó justa, porque los galileos no creían si no eran derrotados por milagros claramente realizados ante sus ojos.

Los milagros son necesarios, sin duda. Es por medio de los milagros que el Mesías, de acuerdo a los Profetas, debía manifestar su misión divina. Sería por medio de los milagros que su Iglesia habría de difundirse por todo el mundo. Es a través de los milagros que, incluso hoy en día, muchas personas llegan a la Fe.

Sin embargo, la palabra de Nuestro Señor permanece cierta y en todo su vigor: “Bienaventurados los que, sin haber visto, creyeren”.

Por otra parte, los milagros, de hecho, no convierten sino a los hombres de buena voluntad. Los fariseos y los judíos han presenciado con sus propios ojos muchísimos de los milagros realizados por Jesús, pero no quisieron creer en Él y le crucificaron.


Ahora bien, este oficial, ¿se dejó desalentar? ¡No! Absorto por su dolor, parece no haber entendido las palabras de Jesús, y repitió su solicitud con nueva instancia: “Señor, baja antes que se muera mi hijo”.

Él cree en el poder de Jesús; pero su fe es aún imperfecta, ya que considera necesaria la presencia del divino Taumaturgo; y no concibe aún que Jesús pueda curar a su hijo a la distancia, e incluso resucitarlo, si hubiese muerto.

¡Qué lejos de está de aquel centurión romano, quien unos meses más tarde también recurrirá a Jesús en una circunstancia similar, pero le dirá, con admirable fe y humildad: “Señor, no soy digno que le entres en mi casa; pero di tan sólo una palabra, y mi siervo será curado”!

¡Cómo nos recuerda aquella otra escena del padre del niño poseído por el demonio!
Este hombre dijo a Jesús: “He dicho a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido”.
Y Jesús respondió: “¡Oh generación incrédula! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo habré de soportaros? ¡Traédmelo!”
El padre le dijo: “Si algo puedes, ayúdanos, compadécete de nosotros.”
Jesús le dijo: “¿Qué es eso de si puedes? ¡Todo es posible para quien cree!”
Al instante gritó el padre del muchacho: “¡Creo, pero ayuda a mi poca fe!”


Nos parece escuchar ahora las mismas palabras: “Señor, creo, pero ayuda a mi poca fe… baja antes que se muera mi hijo”.

¿Cuál fue la respuesta de Nuestro Señor? ¡Oh bondad infinita e inefable condescendencia la del Salvador! Conmovido por la aflicción y la perseverancia de su oración, le dijo: “Vete, que tu hijo vive.”

Por lo cual le hace ver:

  • que Él es el dueño soberano de la salud y de la enfermedad, de la vida y de la muerte.

  • que su poder es ilimitado,
  • que con una sola palabra, con un solo acto de su voluntad puede operar, a la distancia, maravillas, curar a los enfermos y resucitar a los muertos.

Observemos que, por esta simple palabra, Jesús opera repentinamente un doble milagro:

  • fortalece la fe de este hombre, que creyó enseguida en su poder y se fue sin forzar más al Salvador;

  • sana inmediatamente a su hijo.

Creyó el hombre en la palabra que Jesús le había dicho y se puso en camino.


El Evangelista nos relata cómo tuvo conocimiento este oficial de la curación de su hijo. A mitad de camino encontró a sus siervos que venían con presteza, felices, para anunciarle la dichosa noticia de que su hijo estaba vivo y que, por lo tanto, era innecesario perturbar al profeta de Nazaret: Cuando bajaba, le salieron al encuentro sus siervos, y le dijeron que su hijo vivía.


La curación del niño había sido repentina y había llenado de sorpresa a toda su casa, sin que nadie pudiese adjudicarla a causa alguna.

Por esta razón, este oficial les pidió cuenta de cuándo había tenido lugar la curación repentina de su hijo: Él les preguntó entonces la hora en que se había sentido mejor.

Esto no puede ser porque dudase, puesto que comprobaba perfectamente el cumplimiento de la palabra de Jesús.

Si quiso de esta manera probar el hecho, haciendo precisar el momento, fue:

  • en primer lugar, para confirmar su propia fe y poder adjudicar a Jesús, y sólo a Jesús, la curación de su hijo,
  • para excitar un reconocimiento pleno hacia el Benefactor,
  • para hacer compartir a sus siervos su admiración y su fe de que Jesús era, de hecho, el único autor de tan gran milagro
  • para conducirlos, así, a la felicidad de creer también en Jesús.

Lo que sigue es una prueba de todo esto: Ellos le dijeron: “Ayer a la hora séptima le dejó la fiebre.” El padre comprobó que era la misma hora en que le había dicho Jesús: “Tu hijo vive”, y creyó él y toda su familia.


Como enseña San Beda, el Venerable, esto nos hace ver que hay grados en la fe, como en todas las otras virtudes; todas tienen su comienzo, su desarrollo y su perfección. Existe una graduación.

La fe de este oficial estaba en sus comienzos cuando llegó a encontrar a Jesús y le pidió que fuese a curar a su hijo.

Ella se hallaba en su desarrollo cuando creyó en la palabra del Señor diciéndole: “Vete, que tu hijo vive.”

Llegó a su perfección cuando le llegó la noticia por medio de los sirvientes. En ese momento, creyó que Jesús era el Mesías prometido, el Cristo, el hijo de Dios.

Y no contento con creer él en Jesús, comunica por sus exhortaciones y sus ejemplos a toda su casa su fe, junto con su amor, su agradecimiento y su felicidad.

Y desde ese día, la casa pasó a ser como un templo, donde el Salvador recibía los homenajes que le son debidos.


Admiremos la fe, el celo y la caridad de este funcionario que, iluminado por la gracia, demuestra su reconocimiento a Jesús de la mejor manera: haciéndolo conocer, amar y servir por toda su casa; es un verdadero apostolado.


Hermoso ejemplo que todos los padres de familia y todos los jefes verdaderamente cristianos harían bien en imitar… las oportunidades para hacerlo no son escasas.

¡Cuántos jefes de familias y de sociedades deberían confundirse y avergonzarse pensando en cómo difiere su comportamiento del de este oficial!

Él, infiel casi al principio, es vencido por el primer beneficio recibido de Jesús; se convierte, y quiere que todos los de su casa sigan su ejemplo.

El número de cristianos, santificados desde su nacimiento por el Bautismo, educados en la verdadera religión, llenos por Dios de todo tipo de gracias…, si no lo niegan en la teoría, de hecho viven de tal manera que, en lugar de edificar a sus familias, las escandalizan de un modo bien triste!

En lugar de aprovechar los Sacramentos, recitar piadosamente las oraciones en común, practicar las virtudes cristianas, se los ve constantemente alejados de la práctica religiosa.


Más perfecta aún que la fe del oficial de Cafarnaúm fue la de Sara, hija de Raquel, esposa del joven Tobías, con cuya oración concluyo:

“Bendito sea tu Nombre, oh Dios de nuestros padres que, después de haberte enojado, usas de misericordia, y en tiempo de tribulación perdonas los pecados a los que te invocan. Tus designios sobrepujan la capacidad de los hombres. Es seguro que todo aquel que Te adora y cuya vida ha sido aprobada, será coronado: que en caso de haber sido atribulado será librado, y si el castigo se descargase sobre él, podrá acogerse a tu misericordia. Porque Tú no te deleitas en nuestra perdición; puesto que, después de las lágrimas y el llanto, infundes la alegría.”

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