domingo, 17 de enero de 2010

Santo Cura de Ars


SOMOS MUCHO Y NO SOMOS NADA:
LA HUMILDAD DEL
SANTO CURA DE ARS


“¿Qué quieren ustedes?, lo escuchó el Reverendo Raymond, yo no tuve estudios; mosén Balley (hablaba del párroco de Ecully, que lo preparó para entrar al seminario) se esforzó, durante cinco o seis años, en enseñarme algo. Pero perdió su latín y no pudo meterme nada en mi torpe cabeza”.

Siempre fue consciente de sus limitaciones, pero también fue siempre consciente de su misión: debía ser roca, apoyo sólido, sacerdote, párroco, instrumento de Dios para la conversión. La conclusión le resultaba evidente: yo no soy nada, son indigno; Dios quiere lo que quiere, me ha hecho sacerdote suyo; por lo tanto, tengo que unirme a Dios por la oración, en la Santa Misa, en la cruz y en los sufrimientos, para que sea Dios quien haga todo lo que quiere hacer a través de mí.

Esta humildad no la perdió nunca. Cuando los peregrinos llevaban dibujos con su retrato, con humor decía: “Efectivamente soy yo; fíjate qué aire de bruto tengo”. Cuando los peregrinos fueron muchos, hizo construir una capilla dedicada a Santa Filomena, y los envió a la Santa para que le pidiesen lo que quisieran, y a ella le atribuía los dones especiales que recibían: quería esconderse y se parapetaba en esta Santa.

Humanamente hablando, ser párroco de una aldea de 230 habitantes no parece ser gran cosa. Pero, ante la humilde mirada sobrenatural, aquello se trataba de una gran responsabilidad: ser sacerdote…, “tener que dar cuenta de una parroquia ante Dios…, es muy duro”, repetía con frecuencia.

Porque era humilde era osado, atrevido, soñador: “Dios lo hará todo si estoy unido a Él. Va en directo a hacer lo que es bueno hacer; no se conforma con lo lógico, con lo «posible»: Dios puede hacer lo imposible”. Así vivió.


LO QUE DIJO E HIZO

“La humildad es el gran medio para amar a Dios. Es nuestro orgullo lo que nos impide ser santos. No se concibe que una criaturita como nosotros se pueda enorgullecer de algo. Un puñado de tierra del tamaño de una nuez: en eso nos convertirmos tras la muerte. No hay motivos para estar orgullosos”. Por eso consideraba que cuando nos humillan nos hacen un favor: “Los que nos humillan son nuestros amigos, y no los que nos alaban”.

El Santo Cura de Ars se creía muy ignorante: “¡Qué queréis que os diga, solía repetir, yo no tengo estudios!” Y, exagerando de lo lindo, añadía: “Cuando estoy con los demás sacerdotes, soy el Bardin (era éste un idiota de aquella comarca). En todas las familias, hay un hijo más torpe que sus hermanos y hermanas; pues bien, entre nosotros yo soy este hijo”. Esta desconfianza excesiva en sus propias luces lo hubiera paralizado y, quizás, anulado del todo. Pero él no se apoyaba en sus cualidades, ni hacía lo que hizo por afirmarse a sí mismo, para demostrar a los demás de lo que era capaz. Era el amor de Dios y del prójimo lo que lo llevaban a su acción, lo que lo obligaba a actuar.


¡Cuánto tiempo solemos dedicar todos a disimular nuestras limitaciones! El Cura de Ars se mostraba tal cual era. No quería que lo siguiesen a él, sino al Buen Dios, a Jesucristo. Por eso, ¿qué más le daba parecer torpe? Tampoco quería que se formasen un alto concepto de su persona. Así, algunas veces, cuando iban a escucharlo, buscaba la manera de mostrar su torpeza, temeroso de que no se tuviese de su persona una opinión demasiado favorable. “En el confesionario, decía la baronesa de Belvey, hablaba correctamente el francés (yo tuve ocasión de experimentarlo); mientras que en las explicaciones del Catecismo, dejaba escapar algunas faltas, sobre todo cuando entre el auditorio había personas de consideración”.

Le gustaba contar esta historia: “El diablo se apareció un día a San Mauricio y le dijo:
— Todo lo que tú haces, lo hago también yo. Tú ayunas, y yo no como nunca; tú velas, y yo jamás duermo.
— Una cosa hago yo que tú no puedes hacer, le contestó San Mauricio.
— ¿Y cuál es?
— ¡Humillarme!”
Y añadía: “La humildad es en las virtudes lo que la cadena en los rosarios: quitad la cadena, y todos los granos caen; quitad la humildad, y todas las virtudes desaparecen”.

“La humildad es como una balanza; cuanto más nos abajamos de un lado, más subimos del otro”.

“Una persona orgullosa piensa que todo lo que hace está bien hecho; quiere dominar sobre todos, siempre cree que tiene razón; ella cree que su opinión es mejor que la de los demás. Por el contrario, cuando a una persona humilde y santa se le pide su opinión, la da siempre con serenidad, después de haber escuchado la de los demás. Tenga razón o no, no replicará nada. San Luis Gonzaga, cuando era escolar y le reprochaban algo, no buscaba nunca excusa; decía lo que pensaba, y no se preocupaba de lo que pensaban los otros. Si se equivocaba, se equivocaba; si tenía razón, decía: «Otras muchas veces me he equivocado»”.

Muchos orgullos y vanidades tienen su raíz en fijarse mucho en el cuerpo, en lo que se tiene, en las apariencias… y olvidar el alma. Por eso a San Juan María Vianney le gustaba contraponer cuerpo y alma, lo poco que es el cuerpo en comparación con el alma: “Somos mucho y no somos nada. No hay nada más grande que el hombre, y nada más pequeño que él. No hay nada más grande que mirarse el alma, nada más pequeño que mirarse el cuerpo. Uno se ocupa de su cuerpo como si eso sólo fuera lo único a cuidar, cuando en realidad es algo que en ocasiones hemos de menospreciar”. El alma es para siempre; el cuerpo pasa enseguida: “Estamos en la tierra sólo para un instante. Parece que nos movemos y caminamos a grandes pasos hacia la eternidad, como el vapor”.

Empleaba la parábola de la cesta para hacer ver lo absurdo, inútil e infructuoso de la vida del que cree ser algo: “El orgulloso se parece a aquel hombre que pretendía sacar agua del pozo en una cesta”.

“Señor Cura, cuando se sabe tan poca teología como usted, no se debe uno sentar en el confesionario”. Estas palabras las leyó en una carta dirigida a él. El pobre Cura de Ars, tal vez para desahogar su preocupación, fue a confiar su pena a un feligrés que le era particularmente querido: el viejo señor Mandy, el antiguo alcalde de Ars.
— Esta carta —le contestó— viene sin duda de una persona grosera. No hay, pues, que darle importancia.
— ¡Ah, no, es de una persona instruida! Y acabó por confesar que la había escrito un sacerdote. Y añadió: Pero no me daría ninguna pena, si estuviese seguro de que Dios no ha sido ofendido por mi ignorancia.
Después se dirigió a su habitación, tomó su pluma, él que casi nunca escribía, y abrió su corazón al joven sacerdote con esta sencilla respuesta:
“Mi querido y venerado compañero: ¡Cuántos motivos tengo para amarlo! Sólo usted me ha conocido bien. Puesto que es tan bueno que se digna interesarse por mi pobre alma, ayúdeme a conseguir la gracia que pido desde hace tiempo, a fin de que sea relevado de mi cargo, del que no soy digno a causa de mi ignorancia, y pueda retirarme a un rincón para llorar allí mi pobre vida. ¡Cuánta penitencia he de hacer, cuántas cosas he de expiar, cuántas lágrimas he de derramar!”

José Pedro Manglano
(tomado de su libro “Orar con el cura de Ars”)

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Jeje. Este Santo varon, como el Padre Castellani, era tambien un poco "cachador" - en el buen sentido-

Exageraba su humildad, con el sano proposito de dar una leccion a los necios que se vanaglorian de su propia torpeza.

No ha sido así. El pueblo lo reconocio como un Hombre de Dios y ahora, sin duda, comparte tertulias celestiales con los Grandes Doctores como el Angelico.

Anónimo dijo...

En las antipodas de Escriva de Balaguer, "San Josemaria" que le dice.

Anónimo dijo...

¡Que leccion de humildad le dio Dom Juan Maria a ese curita necio y presumido!

Sin duda al leer la carta, sintio en toda su magnitud el grave pecado de soberbia y de falta de caridad que habia cometido y comenzo a hacer penitencia.

No lo dice la historia, pero hubiera sido bueno que se hubiera dirigido humildemente al confesionario del viejo cura que "no sabia teologia" y cayendo de rodillas le hubiera dicho: "Padre, perdoneme Ud. porque he pecado grandemente".

Un humilde feligres.