domingo, 25 de octubre de 2009

Ultimo domingo de octubre


FIESTA DE CRISTO REY

En el siglo III Roma comienza a sufrir el asedio implacable de los bárbaros que ya irrumpían en el territorio de la mismísima península itálica. El último emperador capaz de hacerles frente fue Aureliano; pero ya Italia había dejado de ser un lugar seguro. El emperador rodea Roma de las imponentes “Murallas Aurelianas”, reflejo de la enorme riqueza del imperio, pero también de su creciente debilidad.

Otro peligro yace en las disensiones internas. Aureliano es asesinado por sus soldados en 275. En nueve años le suceden cinco emperadores, todos también asesinados por sus propios guardias.

Como el Palatino, hogar de los emperadores, se fuera transformando en lugar peligroso, al llegar Constantino al poder en 313, se aloja en un cuartel cerca de la Vía Casilina, y ocupa una vieja villa romana, el Palacio Sessoriano, donde rodeado de tropas fidelísimas, permanecerá hasta que traslade su sede imperial a Constantinopla. Elena su madre no se irá y morirá allí. Es ella una gran coleccionista de arte romano y griego. Entre sus esculturas preferidas conserva una estatua de Juno, expuesta hoy en los museos vaticanos.

La celebridad a Elena —además de las virtudes que la condujeron a los altares como santa— vino de su excepcional hallazgo, en Jerusalén. Allí, intentando recuperar los lugares santos, excavando la ermita de Venus que Adriano, en 135, había mandado edificar sobre el Calvario, encontró el Madero de la Cruz y otras insignes reliquias. Inmediatamente las trasladó a Roma y las ubicó en el Palacio Sessoriano, en una capilla que había construido Constantino a partir de un salón. También hizo cargar toneladas de tierra del Calvario en dos naves que llenó de bote a bote y, desembarcándola en Italia, con ella reconstruyó el piso de su capilla. Era un pedazo de Jerusalén ubicado en Roma.

Sobre esa capilla el Papa Lucio II hizo construir, en el siglo XIII, una basílica románica, rehecha casi por completo en el siglo XVIII bajo Benedicto XIV. En el medioevo, de Basílica Sessoriana fue rebautizada Basílica di Santa Croce in Gerusalemme, precisamente por la tierra jerosolimitana que Santa Elena había mandado traer allí. Hoy es una de las 7 Basílicas Mayores de Roma, a mitad de camino entre San Giovanni in Laterano y San Lorenzo.

Entrando, al fondo, se ve la capilla de Santa Elena, bajo cuyo pavimento está la tierra del Calvario. Curiosamente en el altar, una copia romana mutilada de la Juno vaticana que Elena tanto apreciaba, repuesta su cabeza y sus manos y con el agregado de una cruz, representa hoy a la mismísima Santa.
El más preciado lugar de la basílica es la Capilla de las Reliquias, que custodia los preciosos recuerdos desenterrados en el Calvario por Santa Elena.

En su entrada hay un cofre de vidrio engrapado a la pared, con un travesaño de madera que dice ser parte de la cruz de Dimas, el Buen Ladrón. En una vitrina empotrada en la pared del fondo está lo que queda del Madero de la Cruz del Señor, tras su fragmentación en forma de pequeñas astillas-reliquia a través de los siglos; también uno de los gruesos clavos que atravesaron las manos del Señor y dos afiladas espinas de Su corona.

Quizá más impresionante todavía, es una tablilla casi entera en donde de derecha a izquierda, según la costumbre judía, en hebreo, griego y latín, se lee la inscripción “Éste es Jesús rey de los judíos”.

Si nos ponemos a pensar, es el escrito más antiguo que se conserva sobre Jesús, el único testimonio gráfico contemporáneo a él, el solo título —no poca cosa— que le reconoció, aunque más no fuera “in artículo mortis” y sin saber muy bien lo que decía, la autoridad romana.

Estas tablillas eran colocadas por los jueces colgando del cuello de los que iban a ser ajusticiados y, después de la ejecución, fijadas sobre sus cabezas. Contenían en una breve frase el motivo de la condena. De allí que —como el resumen de un libro en su portada— esas tablillas recibieran el nombre de titulus, título.

Se utiliza hoy este término: Título de una obra, título honorífico, de nobleza, de propiedad, académico… Ésos son los títulos que vemos colgados de la pared de la antesala del médico, del dentista o del abogado y que siempre nos pronostican dolores y lesiones a nuestro patrimonio. Esos títulos son los que se placen en hacer sonar la prensa que se ocupa del jet set y zonceras similares. A esos títulos ni siquiera los rechazan las democracias, pues una vez abolida la monarquía y la nobleza, se inventaron otros con sus respectivas jerarquías: Diputado provincial —apenas barón—, senador nacional —casi marqués—; jefe de bancada, ministro, secretario, subsecretario; condecoraciones, legión de honor, órdenes del libertador; y finalmente, grados académicos, truchos o verdaderos, y todos con su respectivo pergamino y diploma, convenientemente enmarcados…

Pues bien, de todo eso, tan moderno y tan viejo, la tablilla sangrienta con la triple inscripción de Pilatos, es el único título humano que recibió Nuestro Señor. Y no diremos que de poca monta, al fin y al cabo no era humanamente irrisorio el ser descendiente de David y con derecho de sangre al trono del pueblo elegido.
En realidad se puede decir que, en esa capilla de Santa Croce in Gerusalemme, lo que se custodia son las Joyas de la Corona: Las verdaderas joyas de la Iglesia no son las que se conservan en los llamados tesoros de las catedrales –cálices enjoyados, copones y crucifijos esmaltados, mitras recamadas, báculos preciosos, etc. Las verdaderas Joyas de nuestro Rey se guardan en la poco visitada romana basílica de Santa Cruz de Jerusalén, aunque aquí no hay que hacer las colas que se hacen en la torre de Londres para visitar las joyas reales de Inglaterra. Poco valen madera y espinas, hierro y sangre, frente a las áureas alhajas de los reyes en serio o de opereta de este mundo y de sus émulos plebeyos y cholulos.

No obstante, a pesar de Su trono de madera y Su corona de espinas y Su cetro de caña, Jesucristo fue Rey, y lo sigue siendo, porque si la autoridad, regia o democrática, es función de servicio, y no despotismo, sino sumisión a la ley de Dios y búsqueda del bien de los gobernados; y también, es caminar alerta al lado y al frente del pueblo compartiendo su vivir, eso lo hizo Cristo en la sublime política de Su magisterio y liderazgo, y en Su última y suprema batalla de Su Pasión, Crucifixión y Muerte.

Y es quizá este fin humanamente escandaloso, de estrepitoso fracaso, en donde el Título de Rey parece una burla sobre el espantoso patíbulo de la cruz, el cual condena a lo relativo y pasajero, toda utopía política de este mundo y, junto a ellas, toda esperanza puesta en los bienes de esta tierra. Aún los títulos más gloriosos, aún los puestos cumbres de la historia, aún los escalafones capaces de atraer a sí todos los tesoros y todos los placeres y todo el poder, son tildados de vanos y pasajeros en el espectáculo atroz del Crucificado Rey de reyes.

Aún más, la imagen de nuestro Rey Crucificado nos muestra que de todos los oropeles y vanidades que nos puedan lograr nuestros mundanos títulos, solo serán fructuosos y dejarán algo, aquellos que sepamos poner al servicio de Dios y prójimo.
Justamente porque es un Rey humano crucificado y dado a Su pueblo, en la Resurrección Cristo es definitivamente coronado Rey en un sentido superior. No es un desconocido rey de esa porción de tierra palestina, herencia de David, castillo de naipes, sólo valiosa porque preanunciaba el verdadero Reino, sino precisamente es Rey imperial de ese Reino definitivo, el Paraíso, que Dios gesta lentamente bajo el gobierno del Jesucristo desde los caducos reinos de este mundo.

Y ese Reino ya vive entre nosotros mediante la gracia que, desde el bautismo, nos comunica con la vida eterna, anticipo de cielo, preanuncio del Edén perfecto, y que Cristo Rey Resucitado, Señor del Universo, gobierna para nuestro bien.

Sólo en dirección a ese reino, sólo enfilando nuestra proa hacia el cielo, hacia el amor a Dios y a los demás, podrá el hombre también en este mundo, encontrar paz y tranquilidad; un mundo que no advierte que es fugaz, pasajero, preparación para el Reino Verdadero; mundo que se cierra en la búsqueda del paraíso aquí abajo, donde no se le puede hallar ni construir, y que sólo es capaz de engendrar desgracia y extravío, división e injusticia.

Hoy, Festividad de Jesucristo Rey, la Iglesia quiere que abramos otra vez nuestra esperanza hacia ese Reino al que solo Jesús nos puede llevar, y que es capaz, incluso a último momento, de regalar al buen ladrón.

Sin embargo, como estamos en este mundo, recemos también por sus autoridades: Han ocupado títulos, coronas y Casas de Olivos; es su deber imitar en algo al único verdadero Rey. Es inútil que los aborrezcamos, critiquemos o envidiemos. Están donde están, sea como fuere que hayan llegado, y pueden hacer mucho mal, pero también mucho bien. Ayudémoslos a ser mejores, recemos para que se conviertan y sean cristianos, discípulos de Aquél que aplicó todos sus títulos, toda Su vida, en noble servicio a Dios y al prójimo. Y empecemos nosotros, cada uno, cualquiera sea el título que tengamos, por dar el ejemplo.

Architriclinus

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Magnifico articulo! Oremos para que tambien ahora aparezca una Emperatriz Elena, capaz de reconocer la Superior Realeza de Nuestro Señor.