miércoles, 27 de mayo de 2009

Guerra antisubversiva


PLAN SISTEMÁTICO
DE EXTERMINIO

Los habitantes de un tranquilo pueblo de provincias un día advierten un hecho extraordinario, la aparición de un rinoceronte por las calles de ciudad. Así comienza Ionesco el relato de su obra teatral “Rinoceronte”.

Los personajes sorprendidos al comienzo por esa presencia oscura en poco tiempo se acostumbran al rinoceronte y paulatinamente dejan de interrogarse: ¿Qué estamos haciendo con nuestras vidas?, y comienzan a olvidar lo humano, aceptando vivir de acuerdo a lo que les imponen las bestias.

La opción significará para esas gentes caer en penosas degradaciones personales, que se ven reflejadas después en lo colectivo, y se va configurando un drama al que no son extraños la angustia de la despersonalización, ni la progresiva deshumanización de los personajes, fenómeno que el autor titula “rinoceritis” y que ahora podríamos llamar bestialización de la vida y de la cultura.

Hace ya tiempo que en la Argentina vivimos algo parecido.

Por gracia de los llamados derechos humanos hay en nuestro país una perversa fragmentación y deshumanización de la sociedad. Nos han planteado y hemos aceptado vivir en la jungla, hemos dejado de ser convivientes para ser animales en pugna.

De un lado están aquellos a los que parecería que les pertenecen los derechos. Para ellos, para los “dueños” de los derechos humanos todo privilegio, inmunidad y arbitrariedad es posible, no hay límites para lo que sea; de ese lado, del lado de la fiesta, la ley no es mucho más que su voluntad.

En el lado oscuro del jardín estamos los demás, los que quedamos afuera del reparto de derechos, los argentinos desheredados.

No es de asombrar entonces que, como las instituciones del país —empezando por la justicia— tienen existencia real solamente más allá de esta nueva cortina de hierro, de un lado no haya derecho alguno y del otro ni siquiera deberes.

En los últimos días se conoció que el Hospital Militar de Tucumán negó atención médica al General Bussi debido, según nos dicen, a que el IOSE le habría ¿quitado? sus derechos. Éste fue atendido, posteriormente, en un hospital provincial.

La noticia podría comentarse desde muy distintos ángulos, como ser el abandono de persona por parte del Hospital Militar. Constituye además una falta grave al juramento médico por el que prometemos preservar la vida, siempre, aún tratándose de un General. Podría también considerarse como un acto discriminatorio hacia un ciudadano argentino enfermo, negándole, en su país, asistencia médica. En suma: una violación bastante espantosa, al derecho muy humano a recibir asistencia médica.

Pero además de lo ocurrido en Tucumán —ciertamente de no menor gravedad— está el hecho dado por la persecución de militares y civiles en los juzgados, en los medios y en las cárceles de nuestro país.

Parecería alentarlos una inaudita perversión, buscando venganza de algo supuestamente ocurrido hace 30 ó 35 años, y de lo que, en definitiva, los acusadores son por lo menos tan responsables y tan asesinos como el peor de los homicidas militares. Situaciones degradantes generadas sin otro propósito que avasallar la dignidad de esos grupos humanos. Cárceles o, en todo caso, aguantaderos mugrosos del Estado progresista, donde comer es casi una fatalidad insoportable y el mal trato es obligatorio, pues así se lo exigen a los guardias.

La asistencia médica, que de algún modo hay que llamarla, o conseguir un medicamento, dependerá de que el médico se atreva a cumplir con su deber, y… ¡de la autorización del juez y del ministro de justicia! Lo cierto es que en el tiempo que lleva esta cacería sistemática de disidentes del pasado, hay ya cuarenta muertos. Muchas de esas muertes —como los suicidios— se dan en circunstancias difícilmente explicables mientras que las evidencias indican claramente falta de una asistencia médica mínimamente adecuada.

Hasta hubo ya, en el extremo más deleznable de la manipulación, una esposa y sus hijos detenidos luego del ¿suicidio? de su padre. Mientras tanto las bondadosas madres y abuelas, a las que nadie puede consolar del todo ni recompensar suficientemente, piden castigo para esos familiares culpándolos por una muerte de la que ellos eran las primeras y más dolorosas víctimas.
La última muerte, esta vez rodeada de testigos, pero sin médico, es la del capitán Pazo, tristísima circunstancia en la que un argentino enferma, se agrava y agoniza a la vista de sus compañeros de prisión que claman por atención médica, que nunca llegó.

Pero no quiero dejar de referirme a algunos de mis colegas médicos, tanto del servicio penitenciario como de las Fuerzas Armadas, que como en los regímenes totalitarios, han sido degradados a burócratas del Estado, sirviendo a los fines menos humanos de la tiranía de los derechos humanos. Ya no atienden a personas “sin otra distinción”; optaron por la apariencia de la medicina.

Por otra parte, y mirando hacia atrás, no es difícil darse cuenta que los responsables de este exterminio sistemático son los asesinos terroristas que en los setenta crearon las cárceles del pueblo. Los mismos nombres de entonces y de siempre, los autoindultados de sus muchos crímenes, haciendo las mismas cosas, enfrascados en la soberbia que los enceguece, ajenos a la piedad y aún al horror. Encarnan ahora desde el poder, el nuevo terrorismo de Estado.

De los terroristas, todos lo sabemos, vendrá no mucho más que el espanto: allí concluye su mundo maravilloso. De algunos médicos, la sociedad —sobre todo la aún no bestializada— espera una actitud menos ruin, protegiendo y no destruyendo la vida.

Si es cierto lo que decía Chesterton, que “la camaradería es el alma de los ejércitos”, cuando los mandos militares traicionan a los camaradas presos destruyen a las instituciones porque les quitan el alma, y a la patria porque la dejan indefensa. De esos militares corroídos por iniquidades y sobres, claro está, nadie espera nada.

Miguel De Lorenzo

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