domingo, 29 de marzo de 2009

Reflexiones cuaresmales


EXCELENCIA DE LA MORTIFICACIÓN

Desde el punto de vista negativo, la mortificación constituye el gran remedio contra el pecado y sus consecuencias; y desde el punto de vista positivo, es una condición fundamental para alcanzar el doble fin de nuestra vocación: la perfección personal y la fecundidad apostólica.

EFECTO NEGATIVO: LA MORTIFICACIÓN
ES EL GRAN REMEDIO CONTRA EL PECADO


En efecto, la mortificación, por una parte, nos cura del pecado y de sus consecuencias; y, por otra parte, nos preserva de él en el futuro.

1º) La mortificación nos cura del pecado y de sus consecuencias. — Todo pecado comporta un triple desorden, al cual la mortificación pone remedio:

a) Imprime en nuestra alma una mancha que la afea a los ojos de Dios; ahora bien, la mortificación, bajo forma de recurso a la penitencia, borra esa mancha por la virtud de la Sangre de Jesucristo;

b) Tiende a fortificar una mala inclinación del viejo hombre;
ahora bien, la mortificación constituye una reacción saludable contra esta desviación, imponiéndose una pena en aquello en que antes buscó un placer desordenado;

c) Acrecienta nuestras deudas, que debemos pagar en esta vida o en la otra;
ahora bien, toda mortificación ofrece a Dios una reparación por el gozo culpable buscado en el pecado.


2º) La mortificación preserva del pecado en el futuro. — En efecto, el ejercicio asiduo de la mortificación somete la carne al espíritu, nos asegura un imperio cada vez mayor sobre nuestras malas inclinaciones, y nos hace más fácil la victoria en el momento de la tentación. El soldado que no deja de ejercitarse en el tiempo de paz podrá afrontar con éxito la lucha en el tiempo de guerra.

EFECTO POSITIVO: LA MORTIFICACIÓN
ES UN GRAN MEDIO DE PERFECCIÓN
Y DE APOSTOLADO


1º) La mortificación es una condición indispensable de avance en la santidad. — Nuestros progresos en la santidad son el resultado de dos factores: la gracia de Dios y nuestra buena voluntad. Ahora bien: por una parte, la voluntad se forja sobre todo por la mortificación, activa y pasiva; y, por otra parte, los actos de mortificación, considerados como sacrificios o actos de religión por excelencia, tienen un gran poder sobre el Corazón de Dios y constituyen el medio más eficaz para alcanzarlo todo de Él, como las Sagradas Escrituras y la experiencia lo demuestran. La mortificación, al forjar de este modo la voluntad, y al acrecentar el canal de gracias actuales, hace más generosas y más meritorias, al mismo tiempo que más fáciles, la práctica de la virtud y el cumplimiento de nuestros deberes. Toda virtud sobrenatural y todo deber se basan en la mortificación, en el esfuerzo, en la renuncia a sí mismo.

2º) La mortificación, condición fundamental de fecundidad apostólica. — Al llamarnos al apostolado, Jesús nos invita, no sólo a una colaboración de acción y de oración, sino sobre todo a una colaboración de inmolación y de sacrificio de nosotros mismos. De todos los géneros de apostolado, el más fecundo es el del sacrificio; porque la Redención, que es la obra de apostolado por excelencia, está basada sobre la cruz. Por eso todas las grandes obras de Dios y de su Iglesia están siempre fundadas sobre la cruz, y fecundadas por la cruz. Sólo por la mortificación quedaremos unidos íntimamente a Jesús Víctima y seremos transformados en instrumentos útiles, eficaces y fecundos, de redención y apostolado.

MEDIOS PARA CULTIVAR
EL ESPÍRITU DE MORTIFICACIÓN


Para adquirir y desarrollar el espíritu de mortificación, es necesario:

1º) Pedirlo asiduamente a Dios, y multiplicar los actos;

2º) Renovarse en ese espíritu cada día, desde que uno se levanta, y con ocasión de algunas prácticas cristianas, como la Santa Misa, la Comunión, el Vía Crucis y otras;

3º) Alimentar el amor a Dios, a Jesucristo y a María, pues nada cuesta al que ama.

PEDIR A DIOS EL ESPÍRITU DE MORTIFICACIÓN,
Y AL MISMO TIEMPO MULTIPLICAR LOS ACTOS


1º) El espíritu de mortificación o de sacrificio es ante todo, como toda virtud sobrenatural, obra de la gracia; por eso hay que sacarlo cada día de su verdadera fuente, el Corazón de Jesús, por la intercesión de María, mediante la oración.

2º) Al mismo tiempo es necesario colaborar con la gracia de Dios, multiplicando los actos de mortificación. Estos actos pueden ser de diversas clases:

a) Mortificaciones queridas por Dios, o mortificaciones del deber de estado: es todo lo que hay de penoso y de crucificante en lo que Dios nos impone por sus mandamientos, por la Regla, por los deberes de estado. Cumplir con puntualidad, exactitud, buen humor y espíritu sobrenatural el deber de estado, [y, para los religiosos:] observar la Regla, vivir bien la vida de comunidad, es, sin lugar a dudas, la penitencia más agradable a Dios y la que más nos santifica.

b) Mortificaciones permitidas por Dios, o mortificaciones de providencia: son las que proceden de los acontecimientos, circunstancias y medio en que nos toca vivir, y que Dios permite para nuestro bien: las enfermedades del cuerpo, las tentaciones, las sequedades, las desolaciones y todas las pruebas de la vida espiritual, la intemperie de las estaciones, el frío, el calor, y todas las ocasiones de sufrir que puedan venir de parte del lugar y del clima en que se vive, las casas en que se habita, las personas con que se está, los acontecimientos o sucesos fastidiosos, las aflicciones de todo tipo, vengan de donde vengan. Este tipo de mortificación es muy agradable a Dios, porque es enteramente conforme a su santísima voluntad. “Un golpe que viene de la mano de Dios vale más que mil penitencias voluntarias” (Padre Faber).

c) Mortificaciones de nuestra elección, o mortificaciones voluntarias, que nos imponemos nosotros mismos por amor a Dios, con miras a dominar al viejo hombre o a asociarnos al sacrificio de Jesús: ayunos, abstinencias, guarda de los sentidos, disciplina, etc. Son provechosas cuando hacemos uso de ellas con discreción, con el permiso del director espiritual, y a condición de que aprendamos antes a ofrecer las que Dios nos envía por nuestro deber de estado o por su providencia.

RENOVARSE FRECUENTEMENTE
EN EL ESPÍRITU DE MORTIFICACIÓN
POR MEDIO DE CIERTAS PRÁCTICAS COTIDIANAS


Podemos servirnos, entre otras prácticas, de las siguientes:

1º) El levantarse. — Es importante que, desde que nos levantamos, domemos al viejo hombre, dando a este acto prontitud, generosidad y espíritu sobrenatural. Este primer momento decide, en gran parte, del valor de la jornada: “Ofrece al Señor las primicias de tu jornada, pues ésta será toda de aquél que primero haya tomado posesión de ella” (Padre Chaminade).

2º) La Santa Misa y la Comunión. — Es bueno abarcar entonces con una ojeada lo que la jornada puede presentarnos de penoso, para aceptarlo anticipadamente con valentía y en unión con Jesús y María, con miras a continuar su sacrificio del Calvario.

3º) El Vía Crucis. — Todos los Santos han amado este santo ejercicio y han visto en él el medio de renovar el espíritu de mortificación en su verdadera fuente.

4º) La señal de la cruz. — Al signarse con esta señal sagrada, el religioso profesa que es víctima clavada en la cruz todos los días de su vida, para continuar, a imitación de tantos santos, la oblación y el sacrificio de Jesús; oblación y sacrificio realizados entre las manos de María, y como por el ministerio de María, siendo nuestra Regla el ritual de esta inmolación incesante.

5º) En las comidas. — No levantarse nunca de la mesa sin haber ofrecido una pequeña penitencia, por pequeña que sea, con el fin de no olvidarse del espíritu de mortificación en el momento en que nos sentimos inclinados a dar más concesiones a nuestra naturaleza.

6º) Cuando un deber cuesta a la naturaleza. — Es una preciosa ocasión para renovarnos formalmente en el espíritu de sacrificio, y para pedir a Jesús y a María que lo aumenten en nosotros.

7º) Cuando un deber agrada a la naturaleza. — Hay que entregarse entonces a ese deber, no para satisfacer al viejo hombre, sino con la intención formal de conformarse con la voluntad de Dios, con miras sobrenaturales.

ALIMENTAR UN GRAN AMOR
A JESUCRISTO Y A MARÍA:
MEDIO POR EXCELENCIA PARA
CULTIVAR EL ESPÍRITU DE MORTIFICACIÓN


En efecto, como dice San Agustín, “ubi amatur, non laboratur; et si laboratur, et labor amatur”.

1º) El amor de Dios va siempre acompañado del odio a nosotros mismos, es decir, al viejo hombre que hay en nosotros. Jesucristo mismo formula esta ley: “Quien no aborrece su misma vida, no puede ser mi discípulo” (Lc. 14 26). En efecto, el viejo hombre es la fuente primera y principal del pecado. Ahora bien, el pecado es el mal de Dios, a quien ofende, a quien crucifica, cuya obra destruye. Por eso no podemos amar a Dios con sinceridad sin odiar al viejo hombre que es, en nosotros, el enemigo mortal de Dios. “El odio de sí mismo es la otra cara del amor a Dios” (Monseñor Gay).

2º) El amor de Dios, si es perfecto, va hasta el amor de las cruces. — El amor de las mortificaciones y de las cruces es la mejor manifestación de amor a Dios: “Padeciendo se aprende a amar” (Nuestro Señor a Santa Gema Galgani); y es también el secreto para hacer más ligero su peso, y aumentar su valor a los ojos de Dios: “Dios ama al que da con alegría” (II Cor. 9 7). Llegaremos a amar las cruces por Dios si, mediante una fe viva, sabemos ver en ellas:

a) La mano de Dios, que nos ofrece o nos impone esa cruz, como testimonio del amor de predilección que nos tiene: así es como Él ha tratado en este mundo a sus seres más amados: Jesús, María, los Santos;

b) El crucifijo, o Jesús crucificado: viéndolo sufrir tanto por amor nuestro, ¿cómo podrÌamos no sufrir de buen grado por amor a Él?;

c) El sagrario, o Jesús Hostia: por su presencia permanente y por la comunión diaria, viene a continuar en nosotros su vida de hostia, de víctima, y a dar a nuestras más pequeñas cruces del día el valor y la fecundidad de su sacrificio del Calvario;

d) María, nuestra Madre: así como Ella se encontró con Jesús cargado con la cruz, del mismo modo se encuentra con cada uno de nosotros, no para descargarnos de la cruz, sino para consolarnos, sostenernos y acompañarnos hasta el término de nuestra subida penosa del Calvario, es decir, hasta el término de nuestra vida;

e) El cielo: cuanto más habremos sufrido en esta vida, con Jesús y María, por Dios y por las almas, tanto más gozaremos con ellos en el cielo.

Padre José María Mestre

2 comentarios:

Anónimo dijo...

buenas tardes, solo quería comentar una pequeña parte de este artículo.
En el 1º punto de los efectos positivos de la mortificación se dice que los progresos de la santidad son el resultado de la gracia y de nuestra buena voluntad. Sin embargo me parece que esto no es verdadero, puesto que lo que nos salva es la gracia de Cristo por entero. Creo que la Santidad no es un "poquito yo y otro poquito la Gracia" y ya estoy salvado. Lo que nos salva o nos hace santos es la gracia de Cristo. Es hacer la voluntad del Padre, ya lo decía Santa Teresia de Liseux: "lo que temo es hacer mi voluntad" No soy docto ni mucho menos en el tema, solo me suscito este pensamiento al leer este articulo que me parece muy bien a pesar de esta parte que he comentado. Un saludo

Anónimo dijo...

La salvación se obtiene únicamente por la Gracia de Dios, como bien se dice. Ocurre que eso no anula en absoluto la libertad humana, puesto que somos libres por Gracia de Dios. De manera que la libertad humana se subsume en la Gracia divina. Como bien nota el anónimo anterior, la tesis de "un poquito yo y otro poquito la Gracia" es de cuño inequívocamente semipelagiano.
No digo que el P. Mestre sea semipelagiano, pero alguien especialista en el tema debería haber aclarado la cuestión.