miércoles, 25 de febrero de 2009

In memoriam


A trece años del fallecimiento
del R.P. Raúl Sánchez Abelenda


AQUEL SACERDOTE
AL SERVICIO DE DIOS



Nada más aplicable a su propia persona que lo expresado por el Pbro. Dr. Raúl Sánchez Abelenda, cuando con su habitual clarividencia dijo: “el hombre es autor (por su inteligencia) y actor (por su libertad) de sus transformaciones, de la propia materia de su vida”.

Partiendo de esta premisa fue que se destacó en los distintos ámbitos del pensamiento y de la acción, cuya versatilidad pone de manifiesto su afán constante por superarse, para así servir mejor a los demás. Fue escritor, habiendo desarrollado una labor doctrinal de gran enjundia y jerarquía, siempre orientada a la búsqueda de la verdad en sus distintas manifestaciones; filósofo y teólogo, con una profunda formación tomista; político, preocupado como el que más por los asuntos vinculados al quehacer nacional y al futuro de nuestra Patria; fue sobre todo un extraordinario sacerdote.

Se formó al lado del R. P. Julio Meinvielle, quien sin duda lo guió en la senda del trabajo y esfuerzo intelectual. Su inteligencia, natural, fue forjada e incrementada con el estudio serio y permanente, que se dejaba ver en sus escritos, en sus homilías y en sus conversaciones.

Hablaba el latín “culto” —el que hablaba Cicerón, como él solía decir— para diferenciarlo del que se suele oír en ciertos ámbitos, en especial el eclesiástico, en la actualidad; conocía como pocos a Santo Tomás, a los Padres de la Iglesia y a las Sagradas Escrituras. Tenía una condición muy especial: admiró también las expresiones de inteligencia en otras personas, lo que no ocultaba y, al contrario, siempre ponía de manifiesto con un gesto de satisfacción.

Su vida fue un ejemplo de permanente y exaltada coherencia entre su inteligencia y su libertad, que dirigió con férrea voluntad hacia un destino prefijado: la salvación de su alma, halagando a Dios en la búsqueda constante de la salvación de los demás.

Fue su libertad, interpretada no como posibilidad de escoger, sino en el sentido de Donoso Cortés —a quien admiraba— como la facultad que tienen los seres dotados de entendimiento y voluntad, que le hizo ejecutar el bien. Entendió y quiso el bien para todos.

Fiel a su sacerdocio católico, lo consideró como una verdadera milicia; con su fuerte carácter y convicción interior, que dejaba ver en cada uno de sus actos, se enfrentó en duro pero desigual combate con “el príncipe de este mundo”; se opuso a la apostasía generalizada y a sus agentes, de cualquier jerarquía que fuesen, poniéndolos en evidencia con singular valentía; hizo de la caridad, que como bien dijo el R. P. Julio Meinvielle “no es sentimentalismo” sino “procurar eficazmente el bien real (eterno y temporal) de los demás y odiar en todo momento el mal”, el leit motiv de su vida; defendió con énfasis sin igual y notable capacidad los embates contra la tradición religiosa, en comunión plena con todos los Papas y concilios dogmáticos que definieron nuestra fe; amó profundamente la Santa Misa Tridentina, resumen perfecto de esa fe de siempre que albergó en su alma hasta el fin de sus días.

Para él, como para todo buen sacerdote, la Santa Misa era el acto más importante de su vida. Defendió el rito tradicional como nadie. Nunca dejó de rezar la Misa de siempre; era la Misa que había aprendido en el Seminario de Paraná. Su pensamiento se reducía a una frase, que repetía con asiduidad: “Tengo un solo Dios, una sola madre, una sola Misa”.

Esto le valió críticas de amigos, que no entendieron la razón de esa lucha o no compartieron su amor a la Tradición, y de sus enemigos, quienes por corrupción, falta de formación, cobardía o comodidad, veían en él un peligro y un rival de enorme jerarquía, capaz de arrasar con sus desvíos intelectuales y de influir en el pensamiento de muchos.

Lo tentaron con una vida más cómoda, rezar la Misa en una de las iglesias importantes por su concurrencia y ubicación en la ciudad de Buenos Aires; pero no aceptó, pues consideraba que no podía rezar la Misa verdadera donde un rato antes y un rato después se celebraría la nueva misa. Lo contrario, entendía él, hubiera sido una claudicación. Por su capacidad, pudo asimilarse a cualquier orden religiosa, que lo hubiera acogido con interés. Pero siempre despreció cargos, comodidades y honores, y se acercó y apoyó a la Fraternidad San Pío X porque enseñaba la verdad.

Era un hombre valiente y viril. Lo demostró en su actividad sacerdotal, en la defensa de la Tradición, en su actividad doctrinaria y política. Como una de tantas demostraciones de su valor, ocupó el cargo de Decano de la Facultad de Filosofía y Letras, en una época en que el marxismo se había enseñoreado en la Universidad y reclutaba a sus guerrilleros en los claustros universitarios.

Transmitía sus pensamientos con notable energía y vehemencia. Nunca se callaba ante el error, característica que evidenciaba esa sana indignación que lo hacía ser directo, firme, para expresar su desavenencia con lo que estaba mal o equivocado.

Corregía a su interlocutor con el mismo énfasis que ponía de manifiesto cuando consideraba que debía disculparse; lo hacía con una humildad que lo enaltecía. Sin embargo, su aparente dureza se aflojaba cuando mencionaba a la Santísima Virgen, la Madre de Dios. Se estremecía al nombrarla y en muchas oportunidades se le quebraba la voz.

Sintió mucho la soledad. Eso lo llevó a hacerse de muchos amigos, de todos los niveles intelectuales y sociales, y muchas veces a concurrir a lugares públicos donde se sentía más acompañado. Alguien, refiriéndose a él, escribió que estaba en el mundo, pero no era mundano.

En efecto, aún en los momentos de mayor crisis que pudo haber vivido, en ninguna circunstancia abandonó su posición sacerdotal ni claudicó en la defensa de la verdad. Era sacerdote hasta la médula de su ser, estuviera con quien estuviera. Es que —algo que no es común— según sus propias palabras, su vocación sacerdotal se despertó a los cinco años de edad y continuó a lo largo de su vida.

Sus dos grandes amores fueron Dios y la Patria, motivo por el cual en cierta forma y a pesar de todo lo expuesto le costó ser sacerdote. Porque esos amores lo llevaron a luchar arduamente en el ámbito eclesial y en el mundo para imponer la verdad. Todas sus misas terminaban con una frase que sintetizaba su sentimiento: “Virgen de Luján, salva a nuestra Patria”.

Decía en uno de sus escritos: “Hoy ha desaparecido la Cristiandad” y hacía referencia a que estamos sumergidos en una civilización yerma y antievangélica. Sufrió la decadencia de la hispanidad, a la que definió, en primer término, como Cristiandad Hispánica. Por eso siempre bregó por la restauración de los valores de la hispanidad. En nuestra Patria, decía, “quedan rescoldos de Cristiandad, de Hispanidad: urge atizarlos, reconocidos para con la madre Patria, porque como dijera José María Pemán «pueblo en que puso la vista, su vista la emblanqueció, por fuera con luz de aurora, por dentro con luz de Dios»”. Estas palabras, de admirable belleza que hizo suyas, demuestran con cuánto dolor sentía la necesidad de volver a esos principios que veía como la única posibilidad de restaurar la realeza social de Cristo en nuestra Patria.

Su historia particular, irrepetible, al decir de Joseph Pieper, camino determinado por su especial respuesta a lo que le ofreció el destino, tuvo un presupuesto: la fe. A partir de allí, de la aceptación de la verdad revelada, interpretó como pocos la creencia que orientó su vida. Con la teología comprendió y aprehendió los insondables misterios del acontecer histórico, y apoyándose en ella, unió a conciencia su destino personal al que está previsto —profetizado— para la humanidad.

Toda su vida estuvo orientada e inspirada, o más propiamente imbuida, en la idea del cumplimiento del fin mismo de la historia; pudo así amalgamar en íntimo pensamiento y total armonía su vida y su fin natural, doloroso pero esperanzado en un orden sobrenatural, con lo que denominó la ciclicidad helicoidal de la historia, —“Salí del Padre y vine al mundo; otra vez dejo el mundo y regreso al Padre” (San Juan, 16, 28)— que habrá de culminar en esa transposición, explicada por Pieper, a lo intemporal, como obra del Creador.

En definitiva, la estructura teológica de la historia, que siempre tuvo presente, lo hizo partícipe y actor, como parte de un todo ordenado a la construcción de la Iglesia.

Murió como él era, solo. Se enfermó, y su deseo permanente de preservar su intimidad y evitar que alguien pudiera invadir su privacidad, lo llevó a recluirse en su casa sin que nadie lo supiera, en singular comunicación con Dios. Sus amigos llegamos tarde.

Hoy tenemos que lamentarnos de no tenerlo con nosotros, de no poder consultarlo, de no poder hablar con él de los problemas que se presentan en la Iglesia y en la política, que tanto le preocupaban. Dios quiso que se fuera con Él. Sin duda, le tendrá reservado un lugar a su diestra, desde donde velará por el futuro de la Iglesia y la salvación de nuestra Patria.

Alejandro J. Arias

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