sábado, 14 de julio de 2007

Editorial del número 66 de “Cabildo”


KIRCHNER, EL IMPÍO


El pasado 5 de julio debió ser un día importante en la Argentina. Se cumplía el bicentenario de la rendición británica ante las tropas hispanocriollas, ocurrida aquí, en la Ciudad de la Santísima Trinidad, ante la lucha bizarra ofrecida por aquel pueblo y aquellos caudillos impares. Jornada de celebración gozosa debió haber sido, de memoria intacta, de aleccionamiento viril, de gratitud plena y renovada a nuestros heroicos antepasados. Campanas en los templos, banderas bien al tope en cada mástil, salvas de artillería en todo regimiento, palabras oficiales preñadas de belleza e hidalguía, y una Misa mayor a la antigua usanza, debieron presidir y cerrar lo que el decoro signaba como una fiesta nacional extraordinaria.

Nada de eso ocurrió, porque tamaña conducta exige el despliegue de dos virtudes, ausentes hoy en quienes gobiernan y pastorean. La religiosidad, por un lado, y la piedad por otro. La una nos inclina a dar a Dios el culto y el homenaje debido; la otra nos mueve a tributar a la Patria el honor y la honra que reclama y merece. Difícil hallar tamaños dones entre gobernantes polutos y obispos gallinas; e inútil pedírselos a una comunidad sumida insensatamente en burdelescas yeguadas.

Pero no sólo por orfandad de virtudes, sino por sumatoria de vicios, nuestro primer patán dio la nota en aquel día. En los salones del Colegio Militar, presidiendo una cena de camaradería ante los más altos mandos, y tras graznar las consabidas mentiras sobre los derechos humanos, centró su discurso en el aumento salarial del 16,5% para los militares. Luengos detalles técnicos y malabares de cifras, autoalabanzas y compadradas ideológicas completaron el rebuzno, recibido con la cobardía habitual por los uniformados.

¡Era el 5 de julio! Álzaga y Liniers crepitaron en sus tumbas, un ángel arcabucero anudó crespones negros a la bandera, pero aquel hozadero de soldados y civiles kirchneristas vivió con normalidad la profanación de la gloriosa efemérides. Algún furtivo y tenue gesto de desaprobación quedó simulado, y el General de los Cuadros Descolgados retozó cómodamente, una vez más, entre la hez oficialista. El impío había impuesto sobre el día, sobre el espacio y sobre los presentes, el sello ineludible de su salvaje irreverencia.

Horas antes, en La Plata, tras promover a la candidatura presidencial a su propia costilla —que no salida de alfarerías divinas sino de demoníacos enjuagues— llamó “día histórico” al que estaba transcurriendo. Pero no en recuerdo del ilustre bicentenario que se esfumaba entre culposos olvidos, sino a causa del juzgamiento al Padre Von Wernich, quien —según explicó entonces— “deshonró a la Iglesia, a los pobres y a los derechos humanos”. Malvado clérigo que “ayudó a que no estén más con nosotros” sus “compañeros”, contando sin embargo con “todos los medios para expresarse y para defenderse”, en las antípodas de quienes “honraron a la religión”, como “Mujica, Hesayne, De Nevares y Angelelli”.

Al igual que las huestes del brioso escalador de banquetas, las del Cardenal Primado y la Jerarquía enmudecieron o dieron su aquiescencia ante el desquicio verbal. Nadie le dijo al bizcorneto ateo, que el sacerdote apresado es la víctima de un montaje sórdido urdido por el resumidero de terroristas que cogobiernan; que lejos de gozar de libertad de expresión se encuentra encarcelado en condiciones que no respetan precisamente la dignidad del Orden Sagrado, mientras los medios todos, en manos de la izquierda, lo agravian impunemente y lo condenan a priori.

Nadie le dijo que el ministerio sacro no tiene por objeto cuidar del mito de los derechos humanos sino de la altísima realidad de los derechos de Dios; que muchos de esos “compañeros ausentes” por los que finge lágrimas, eran criminales alzados contra la Nación, y que esa clerecía que tiene por paradigmática formaba parte del aparato subversivo.

Nadie le dijo, en suma, que no deshonra a los pobres quien evangélicamente los trata, sino quien políticamente los usa mientras se consagra a la usura y almacena millones en los bancos de la extranjería. El desmadrado Kirchner sumaba a la impiedad su irreligiosidad primitiva, exabruptal y tosca.

Si para Dios no hay héroe anónimo, según reza la ordenanza requeté, tampoco hay días incógnitos. No lo habrá sido en el cielo, aquel 5 de julio, donde moran los caídos y combatientes de una epopeya singular. No lo fue para el puñado de patriotas que lució en la jornada la albiceleste en el pecho, ante la mirada incógnita de los apisonadores de adoquines.

Tendrá la patria su Reconquista y su Defensa. Y los impíos e irreligiosos volverán, como las ratas, a los barcos filibusteros de los que descendieron un día. En el entretanto, seguimos hirviendo el agua y usando de parapetos los tejados para predicar la buena nueva.

Antonio Caponnetto

Nota: Este editorial pertenece al número 66 de “Cabildo”, correspondiente al mes de julio de 2007, que se halla a su disposición en los kioscos.

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